12 de junio de 2007

El primer paso del camino

¿Cuándo nos conocimos?. No lo sé. Sé que hace poco, pero la verdad es que no me acuerdo. Cada vez tengo más claro que eso que denominamos tiempo es algo mucho más superfluo, más matemático aún de lo que pensamos. El tiempo tal y como es, y tal y como lo percibimos, es algo que casi nunca se pone de acuerdo. La definición de tiempo es, literalmente, Magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro, y su unidad en el sistema internacional es el segundo. Este, a su vez, se define como 9.192.631.770 periodos de la radiación correspondiente entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del átomo de cesio 133 (S). Menciono esto último, pese a su evidente frialdad científica, porque sé lo mucho que te gusta la química.

Dejémonos de tonterías: el tiempo es lo que uno percibe que es, sea ilusiorio, real, o lo limite nuestra más que condicionada perspectiva de las cosas. La única realidad respecto a que tú y yo nos hayamos encontrado es que el tiempo lo es todo y no es nada, que simplemente has aparecido de forma fortuita (llámalo casualidad si quieres) y ambos tenemos mucho que celebrar por ello.

Sea como fuere, desde que me conociste estuviste a la puerta del camino. tal y como tú dijiste de mi, esperando pacientemente, con tu corbata amarilla y tu camisa blanca a cuadros de manga corta, esperándome a mi nada menos. Yo te lo agradecí, no pude llegar antes. Pero llegué. Finalmente llegué. Y los dos, por fin y cogidos de la mano de una maldita vez, hemos dado un paso juntos, en paralelo y a la vez.

Yo aún no sé cómo va a desarrollarse ese camino. No sé siquiera si el camino transcurrirá paralelo o no (eso, me temo, solo lo podremos ver conforme avancemos, y para eso me consta que hay voluntad mutua), pero no puedo o quiero dejar de reflejar en este mi blog las sensaciones tan preciosas que me ha despertado andar ese pequeño paso, pase lo que pase a posteriori.

No quiero extenderme, ni decir nada que ya no sepas de mi propia boca y aliento. Tan solo, a modo de agradecimiento (ese que tanto aborreces que te profese), decirte que me pareces un ser excepcional, realmente un grano de oro en un desierto de arena, y que tienes mucho que aportar al mundo. Yo, humildemente, me abro paso para admirarte y, si puedo, cogerte de la mano. Quédate con esa escena de ambos mirando al cielo tumbados en la hierba, la similitud de las palmas de la mano por fin unidas, las conversaciones y la música en el tren y todo aquello que tú ya sabes.

Y lo que tenga que ser (o no) será. De momento, ahí queda eso. Nada más… y nada menos. Que ya es mucho en los tiempos que corren.

Gracias, Antonio.
Daniel.

Visita al Profesor Tolkien

Querido profesor:

El pasado 10 de junio acudí, finalmente, a nuestro largamente esperado encuentro. Tal y como le anuncié, debía demorarme un poco más porque tenía algo muy importante que hacer en Bristol, pero tampoco podía olvidarme de un encuentro que deseaba desde hacía muchos años: nuestro encuentro, aunque fuera solo en espíritu. Necesitaba estar donde usted estuviera, como alumno que le respeta y le admira desde lo más profundo de su corazón.

Cuando llegué a Oxford, lo primero que hice fue intentar localizarle. Costó un poco, pero afortunadamente había más de una persona que sabía cómo encontrarle. Allí es donde me dirigí, y a la entrada del cementerio ya había muchos indicativos que me permitieron encontrarle rápidamente.

Y finalmente, ahí estaba usted junto a su esposa Edith Mary. Beren y Lúthien. No podía ser más adecuado para ustedes dos que utilizar los nombres de sus personajes de ficción que simbolizan el amor que va más allá de la muerte. Ustedes dos ya partieron al Oeste hace tiempo, y lo hicieron antes de que yo llegara a este mundo. Pero resulta increíble pensar que 34 años después, las palabras que usted escribiera sigan siendo referencia, modelo y hasta guía para personas que son y que serán. Ese es su mérito, su poder, su legado. El legado de un hombre impresionante. No podía sino rendirle un pequeño homenaje a alguien que me ha aportado tanto en la vida.

Llegué a su lado. Permanecí allí solo unos minutos. Me arrodillé, me emocioné, y hasta unas pequeñas lágrimas brotaron de mis ojos. Pero al mismo tiempo sentía mucha paz, felicidad. No era un momento triste. Estaba postrado frente a usted. Me limité, únicamente, a decirle con mi alma lo que pretendía: darle las gracias por tan buenos momentos, por sus historias maravillosas que siempre serán ya parte de mi, y por haberme aportado algo que va mucho más allá de una simple lectura de ficción. El Silmarillion es mi Biblia, usted es mi pastor.

Me marché. Volví a mi vida normal. Pero aún quedaba un último homenaje: visitar personalmente su lugar favorito, The eagle and child, ese al cual usted acudía con sus amigos (C.S. Lewis entre ellos), cuando se hacían llamar The inklings, para tomar cervezas y hablar de sus libros. Allí es donde se leyeron por primera vez El Señor de los anillos, El Silmarillion, y otros grandes libros como la ahora famosa saga de Narnia de Lewis. Allí me tomé una pinta de Sidra a su salud y la de sus compañeros, en el rincón donde ustedes solían sentarse, tal y como estaba indicado.

Querido profesor, no tengo palabras. Emocionado, eternamente agradecido, solo resta decirle que espero que la gracia de los Valar esté con usted allá donde se encuentre más allá de las estancias de Mandos, y que algún día podamos conocernos más allá de los círculos del mundo.

Su humilde alumno,

Daniel

Oxford


El segundo día de mi visita a UK este pasado fin de semana, cumplí con uno de mis largos propósitos de mucho tiempo atrás: visitar la mítica y conocidísima ciudad-pueblo de Oxford. Sobra decir, evidentemente, que es una de las ciudades-referencia a nivel cultural más grandes del mundo, con una ingente cantidad de colegios mayores y una de las universidades más prestigiosas del mundo.

Era tal y como era de esperar: el medio de transporte principal es la bicicleta, para las que hay descomunales aparcamientos en toda la ciudad. Las calles son amplias, pensadas sobre todo para el paseo a pie. Los monumentos y los edificios son un constante homenaje a los siglos pasados. Existen calles de la ciudad llenas de elementos modernos (tiendas, centros comerciales) y otras que son las clásicas de un pueblo británico, lleno de pubs, bares, pequeñas tiendas… pero sobre todo, lo que más abundan son librerías, referencias al arte de cualquier género, gente joven, prados verdes y cuidados, juventud y CULTURA. El nivel general de la gente, aparte de los turistas, es alto, casi rozando lo pijo. Se nota, en todo caso, que es gente adinerada.

Pero ciñámonos a la ciudad en sí. Pasear por Oxford es una delicia. Hay algo que llama la atención en cada esquina. Todo está limpio, bonito, casi de manera impensable para un país en el que está lloviendo constantemente. La Christ Church o la St. Mary’s Church son preciosas, impresionantes, sublimes. El entramado de calles que las componen quita el hipo. La Radcliffe Square es maravillosa. La Broad y la High street son calles comerciales deliciosas, para pasar una tarde entera… las librerías de la Oxford University Press, o la famosa Borders…


Llama, especialmente, la descomunal atención y mimo que tiene la ciudad entera a la figura del escritor Lewis Carroll y a su obra más famosa: Alicia en el país de las maravillas, de la cual hay incluso una tienda especializada, con todo tipo de artículos acerca de estar maravillosa obra. Antonio no cabía en sí de gozo con esta tienda, había que verle.

En fin, creo que intento abarcar demasiado y no voy a decir nada de interés. Estoy enumerando, simplemente. Me quedo con una sensación: la de haber entrado en una ciudad que destila conocimiento, fuerza, cultura, respeto a lo antiguo y a lo moderno. Una ciudad en la que no me importaría vivir en absoluto, un sitio de referencia y un lugar al cual viajar con tu mente cuando quieras sentirte bien.




Chapeau, Oxford. Todos, en algún momento, tenemos que sentirte.

Un abrazo.

Bristol

Este pasado fin de semana he hecho una escapada muy, pero que muy especial por muchas razones al Reino Unido. Concretamente, mi centro de referencia ha sido Bristol, una ciudad ubicada al suroeste del país. Desde allí he hecho otra pequeña visita que prefiero dejar en un sitio aparte.


Tres días, 72 horas y millones de anécdotas. Unas quedarán plasmadas aquí, otras se intuirán, y otras se quedarán dentro de mi. Ahora, quiero ceñirme a lo básico: a Bristol como ciudad en sí.

Tras conocer Londres, Bristol se me antoja demasiado británica. Gris, oscura, y sucia. Y con todo, reconozco su encanto, aunque también que me costaría mucho vivir en ella. Sus mayores atractivos son su puerto, la catedral de Bristol, el castillo de Blaise, la catedral de Clifton y el famoso Suspensión Bridge.

El acento de la gente es rarillo, hasta el punto de que ellos mismos lo denominan Bristoliano, no Inglés. La ciudad, de hecho, se llamaba originalmente Brycgstow o Bridgetown, pero cambió a causa de ese peculiar acento.

Antonio y yo dimos un paseo por las zonas típicas, dándonos una paliza impresionante a caminar de aquí para allá. De plaza a plaza, de ahí al puerto, de ahí al Suspensión Bridge… comimos en un mercadito que me recordó mucho al Covent Garden de Londres (¡qué rico está el pollo con couscous!), y por la noche hicimos una improvisada barbacoa y nos fuimos a tomar algo a la pequeña zona de ambiente.



En general, no me resulto algo impresionante. Digno de ver, por supuesto, pero nada más. Me llamó mucho más la atención visualmente y en una sola pasada la cercana ciudad de Bath, que espero ver en mi próxima visita. En todo caso, Bristol es un buen sitio en el que hospedarse para ver la ciudad en sí y los interesantes alrededores. UK, al fin y al cabo, no es tan grande.

Un abrazo.