8 de noviembre de 2007

Vivid

Ayer por la tarde falleció mi bisabuela, María de nombre, Mamaía para todos los que la conocíamos. Si bien así, a priori suena impactante (que lo es), lo cierto es que es una noticia que todos los miembros de la familia habíamos tiempo de asimilar desde hacía ya bastantes años, pues ella tenía 92 años y llevaba varios sin poder hacer casi nada por sí misma, consecuencia lógica de su edad.

Hace ya mucho tiempo que no tenía ningún tipo de lazo que me estrechara a ella por nada en particular, simple distanciamiento fortuíto. El mayor recuerdo que tengo de ella es, sobre todo, en mis días de infancia, cuando sí la veía a menudo. Siempre fue afectiva conmigo a su manera, y sé que me quería. Y yo a ella también, por descontado, pero reconozco que ni siento congoja, ni dolor como tal, y poco luto me invade, pues tengo la plena certeza de que esto ha sido un alivio para ella, aunque así dicho sin anestesia pueda parecer un mal augurio o deseo maligno. En absoluto: Mamaía llevaba mucho tiempo que había abandonado la vida, al menos tal y como yo la entiendo, y como casi la mayoría de la gente.

No obstante, siento pena. No es fácil nunca aceptar el hecho de que un ser querido, de una persona sin la cual no existirías, la madre de mi abuela, la madre de tanta gente, nuestra madre. No es fácil observar cara a cara su inerte cuerpo sobre un ataúd esperando a que se la lleven a enterrarla. No, no es fácil nunca.

Cuando pienso en todo lo que ha vivido esa mujer y de lo que ha sido testigo, me deja sorprendido: nació en 1915. Sin citar momentos históricos que todos ya conocemos desde esa fecha en adelante, te das cuenta de todas las cosas por las que ha pasado mi bisabuela, y no dejas de pensar simplemente un Uau. Y así, sin más, nos vamos. Qué poco valemos, ¿verdad?.

Y sin embargo, pienso sobre todo lo triste que tiene que ser ver morir a todos los que te han rodeado en vida. Cuando pienso en mi bisabuela hace casi dos años cuando falleció su hija, mi querida abuela a la que tanto quería, se me parte el corazón.

Como siempre que te toca mirar la muerte de frente, llega el momento de reflexionar acerca existencialmente acerca del sentido de la vida y de la muerte. En este caso, además, en el que no existe un típico duelo y drama ante la reciente muerte de un familiar, donde puede más la visceralidad ante la limitada capacidad de una persona para asumir lo ocurrido, es mucho más sencillo.

No hay mucho que decir: vivid. Esa es la palabra mágica, lo que le digo a todo el mundo. Aprovechad cada bocanada de aire, cada risa, cada abrazo, beso, caricia, lágrima. Mirad al horizonte como si estuvierais observando una obra de arte. Mirad a los ojos de los que os rodean y penetrad en ellos. Reid mucho, llorad más, no dejéis de decir te quiero, haced mucho el amor, perdonad errores, quitaos el orgullo absurdo de encima.

La vida es un regalo muy preciado, es algo que hay que tener muy presente. Ahora, en este momento, y más que nunca, me siento muy vivo. Siento como la electricidad recorre cada átomo de mi cuerpo, cómo bombea mi corazón y distribuye la sangre a través de mis venas, siento el viento sobre mi piel, el sabor del café, y el pensamiento de aquellos que tengo alrededor a los que quiero y me quieren entrando en mi y abrigándome como una cálida manta caliente en medio de una nevada.

Sé que sueno como un poema cutre de tercera categoría, pero mi capacidad de expresión no da para más. Solo quiero transmitir que a veces la muerte no llega con la llegada explícita de esta, sino de muchas otras formas, unas temporales y otras definitivas. Una persona en vida puede pasar mucho más tiempo muerto que vivo, y eso se aplica a gente de cualquier edad o condición.

Si algo os hace sentir vivos, os eleva sobre todo lo demás, si os hace sentir plenos, simplemente aprovechadlo. Carpe Diem. Recoged todo lo que podáis de esta vida. Sed vosotros mismos y que nadie se atreva a juzgar vuestra forma de ser.

Desde aquí, desde este blog, simplemente os digo eso. Nada más.

Hasta siempre, Mamaía.

Un abrazo.