30 de mayo de 2005

Poquita cosa

Conocí una vez a un niño que quería crecer muy deprisa, casi del mismo modo que los señores de Darling respecto a Wendy antes de que llegara Peter Pan y se la llevara a Nunca Jamás. Pero cuanto más intentaba crecer, más niño era. Su demencial empeño por intentar ser aquello que no era le impedían disfrutar plenamente de su condición de pequeño ser inocente.

¿Y por qué querría un niño ser mayor, ser algo que está por encima de sus posibilidades y entendimiento más allá de toda lógica?. Está claro que para llamar la atención o para crearse una coraza o escudo frente a muchas hostilidades que es incapaz de soportar por sí mismo.

Pero eso pasó hace mucho. El niño ya no es un niño. Hace bastante que dejó de serlo. Y ahora le sucede el efecto inverso: el niño que quería ser adulto es un adulto que desea ser un niño.
Porque cree que sólo así podrá simplificar un mundo lleno de complejidades que en la mayoría de las ocasiones se le escapan de las manos. Porque está cansado de burocracias, de dobles morales, de la vergüenza ajena de él mismo y de la que, inexplicablemente, provoca en los demás. ¿Y no es raro pensar que una persona, por mucha capacidad de asimilación que tenga del mundo que le rodea, acabe fatigado de él?.

Es pequeño. Muy pequeño. Se siente infinitamente reducido y abrumado por todo aquello que parece superior. No siempre se ve capaz de emprender una empresa a la medida de sus fuerzas aunque le obliguen a ello, o la misma vida te la imponga. Es algo por lo que sentirse deshonroso, diminuto, incapaz.

Pero las sensaciones son tan variables como la fuerza y la intensidad de las olas en el mar. Suben y bajan, se forman y se esfuman para volver a aparecer inmediatamente después (o no), y no siempre en el mismo sitio, ni en la misma circunstancia, con una textura diferente. Así son las emociones, tanto las positivas como las negativas.

El niño que, por decirlo así, ya no lo es tanto, se considera plenamente preparado para vivir en el mundo que le ha tocado vivir y, como las hormigas, es capaz de soportar un peso muy superior al suyo si las circunstancias lo requieren. Sabe que podrá hacerlo.

Tan solo desearía que, por una vez, los que le rodean entendieran su razonamiento de vivir y no le consideraran la poquita cosa que aparentemente es...

23 de mayo de 2005

Lo que de verdad importa

Las personas, de un modo u otro, tendemos a actuar de forma ligeramente "demencial", por así decirlo, cuando creemos que algo o alguien que nos importa se nos está escapando de las manos. Por supuesto, unos más o menos que otros, y siempre de acuerdo con la predisposición individual de cada uno de nosotros a tener este tipo de comportamiento. También está el hecho de que esta demencia puede ser más o menos "consciente", es decir, que siempre existe un grado de conocimiento por el cual nos damos cuenta (o no) de lo estúpido o incoherente de nuestros actos.

Entonces aparece el dilema en el cual nos preguntamos si debemos odiarnos por ser personas de sangre tan caliente o, hablando en plata, por "comernos" tanto el coco. Es un sentimiento de culpabilidad que no se puede evitar ni controlar, pero cuando uno lo piensa bien, se da cuenta de que en el fondo se está actuando coherentemente respecto a sus sentimientos, y el problema surge de verdad únicamente cuando los enfrenta a la realidad y ya no los guarda para sí mismo.

A veces me pregunto si las emociones deben guardarse para dentro. A veces, sacar lo que uno lleva dentro supone desencadenar acontecimientos que son llevados y motivados por la confusión, por lo irreal, y no recordamos las cosas que realmente importan.

¿Y qué es lo que realmente importa?. El cariño. No importa el apego. No importa el celo. No importan los problemas del día a día, ni la rutina. Hay que remontarse a los orígenes de un sentimiento puro e inmaculado. El conocimiento de que hay algo que está por encima de todas las cosas mundanas, o que al menos ha existido.

Al final todo se reduce al cariño. Sólo al cariño. Porque de todas las cosas que se pierden o se ganan con el paso del tiempo, y por mucho que cambien las cosas durante el transcurso inexorable del mismo, es lo único que siempre permanece.

20 de mayo de 2005

Mi amor imperecedero

Ayer fui al estreno del Episodio III de Star Wars. Y, una vez más volví a encontrarme con un sentimiento maravilloso, uno de esos sentimientos que te hacen sentir la fuerza de la vida aún con más intensidad. Ese nerviosismo previo, ese estallido de adrenalina cuando comenzó la película, mi cara de éxtasis al ver las primeras escenas, como si no pudiera creérmelo... y al final, la sensación de haber vivido durante algo más de dos horas en un universo paralelo, y con la certeza de que has vivido algo grande.

No es por el hecho de ser la película que es o lo que significa para mi (que, efectivamente, es importante para mi), sino porque, más que nada, descubrí que estoy enamorado. Enamorado de ese tipo de sensaciones. La magia del cine, la magia y el tremendo poder de lo audiovisual elevado a su máxima exposición. Ayer me preguntaron al salir del cine y yo lo definí como un "orgasmo audiovisual". Así fue, ni más ni menos.

Toda mi vida he estado enamorado del cine. No solo del cine espectáculo, que no deja de ser el género que más se disfruta con los sentidos, sino también del que despierta hermosas emociones en mi corazón.

Recuerdo escenas en mi vida que nunca podré olvidar: miles, sin duda (la secuencia inicial de "El rey león", el "Come what may" de "Moulin Rouge", el ataque a la estrella de la muerte en "Star Wars", la llegada a Minas Tirith en "El Señor de los anillos", el viaje de Atreyu en "La historia interminable", el duelo de Willow con Bavmorda, el despertar de Neo al mundo real en "Matrix", la canción de Selma diciendo que puede ver todo pese a estar quedándose ciega en "Bailar en la oscuridad"...

He citado solo algunos de esos miles de momentos que se han quedado en mi retina, en mi mente, en mi imaginación, por siempre. Y, ¿no son por tanto parte de mis experiencias, de mi crecer y andar por el mundo, aunque sean ficción?. Sí, yo lo veo así. Saber que existe el cine, saber que puedo seguir yendo cuando quiera a ver películas a una gran sala con mis palomitas y mi coca-cola, para seguir viviendo más maravillosos momentos, es algo que me llena de alegría y vida.

Como un niño que vive el más profundo de sus sueños, como el amante que es correspondido tiernamente por aquel o aquella al que ama, como aquel que escucha la más hermosa de las melodías, hilando las notas musicales como si fueran cuerdas conectadas directamente con su corazón: así me siento yo con el cine. Es mi amor imperecedero. El amor que, pase lo que pase, me acompañará siempre. Los recuerdos que he compartido con él, que comparto, y que sin duda seguiré compartiendo. En momentos como los que viví ayer es cuando realmente renuevo mis votos de amor con el cine, cuando más consciente soy de cuanta "pasión" siento por él.

Gracias por existir. Gracias por hacer mi vida más hermosa.

17 de mayo de 2005

El valor de la vida

El viernes pasado sufrí un accidente de tráfico. Sí, y uno de los que podrían haber sido muy gordos. Desconozco qué fue lo que me salvó de hacerme daño, pero así fue: no he sufrido ni un solo rasguño. Pero mi coche ha quedado destrozado. Y, aún a la espera de que pase el proceso de peritación, es muy posible que lo declaren siniestro total.

Es curioso cómo me he visto en diversos accidentes de circulación en los 6 años que llevo conduciendo sin haber sido "responsable" de ninguno de ellos. Pero este último se lleva la palma. Yo conducía camino del centro de Madrid, y estaba tomando una curva incorporación a la M-30 a unos 60 o 70 Km/h, la velocidad adecuada en ese tipo de curva (me jacto de conducir muy prudentemente), cuando el eje de las ruedas delanteras se partió y mi rueda delantera izquierda salió despedida. Perdí el control del vehículo y choqué fuertemente contra el quitamiedos, y reboté para acabar estrellado en la mediana de enfrente, dándome otro golpe.

Me llevé un gran susto. Mi chico y mi madre llegaron al lugar del accidente lo más rápido que pudieron, y por suerte yo ya me había calmado bastante. También tuve suerte de que las personas que amablemente se pararon a socorrerme fueran realmente maravillosas. Este tipo de gestos me devuelven una fe en las personas que fácilmente pierdo.

Estoy sufriendo mucho las consecuencias a nivel material (gastos, seguros...) y reconozco que me siento muy triste y nervioso. Muchísimo más de lo que me atrevo a expresar o contar a nadie de mi entorno.

Todo sucedió demasiado deprisa. Desde que la rueda salió despedida (yo averigüé lo que había pasado solamente cuando abandoné el vehículo) hasta el golpe, no pasó ni un segundo, pues estaba en medio de la curva. Desde el primer golpe hasta que me di el segundo, momentos en los cuales el coche iba a la deriva conmigo dentro, mi mente tuvo un millón de pensamientos, y aunque podría escribir más de 100 páginas sobre esos pensamientos, lo resumiré con algunos de los pensamientos más importantes que me rondaron la cabeza: Pues aquí acaba todo, ¡Dios mío!, Sergio, Mamá, Papá. Pensé en mucha gente que quiero en milésimas de segundo y quería o pretendía mentalmente hacerles llegar el mensaje de lo mucho que les quería. Curiosamente no pensé en ningún momento "Quiero vivir, por favor". En esos 4 segundos asumí que si ese era mi momento, ese tendría que ser. Y no sentí miedo. Nada de miedo. Eso llegó después.

Porque cuando todo pasó tardé en reaccionar. Un chico y un chica se pararon delante de mi y acudieron a socorrerme. No podía salir por mi puerta, porque estaba destrozada y no se abría, así que me ayudaron a salir por el otro lado. Tardé unos minutos en recuperarme, y comencé a ser consciente de lo que había pasado. Y lloré. En ese preciso momento fue cuando estallé.

Llamé a mi chico y después a mi madre. Mucha gente me reclamaba: la policía, la gente que me socorría, y los otros implicados en el accidente (no chocaron conmigo: dieron un volantazo al asustarse de ver lo que me pasaba), que tuvieron daños menores y tampoco tuvieron daños. No supe de su implicación hasta salir del coche.

Al margen de todo el papeleo legal que he tenido que arreglar y ver cómo va a terminar esta historia (ahora me toca sufrir las consecuencias materiales), quedan unas ligeras consecuencias psicológicas de las que, afortunadamente, sé que desaparecerán pronto, según los días vayan pasando y mi mente se vaya enfriando.

Cuando digo "consecuencias" me refiero al pensamiento de lo que ha ocurrido y lo que quizá podría haber sido. ¿Y si hubiera muerto?. ¿Y si hubiera quedado gravemente herido?. Y lo que es peor: ¿Y si hubiera hecho daño a alguien?.

Está claro que el pensamiento que más invade mi mente es el primero, principalmente porque es del que quizá soy más consciente. Una vez pasó todo me di cuenta de lo mucho que quería a esas personas que hacen que mi vida es lo que es, y sobre todas esas cosas está el hecho de que aún deseo vivir muchas experiencias por mi mismo y para mi mismo. La vida se vive en buena parte por los demás, pues somos una especie que se sostiene mutuamente entre aquellos a los que amamos. Y yo tengo a algunas personas que deseo tener a mi lado el resto de mis días, y yo estar al lado de ellas.

Pero sigo aquí. Y esas personas también. Y espero que, aunque sea sólo algunas veces puntuales, esas personas también tengan el pensamiento de que me necesitan tanto como yo a ellas.
La conclusión a todo esto es una pregunta: ¿Qué valor tiene la vida?. Para mi, el valor de la vida consiste en saber apreciar cada momento, cada vez que respiramos, cada vez que observamos algo hermoso y, ante todas las cosas, cada vez que sentimos algo hermoso en nuestros corazones.

Junto a aquellos que amamos.

10 de mayo de 2005

¿Por qué soy tan visceral?

Soy una persona visceral. Con todas sus consecuencias. No puedo evitar que las cosas me afecten en exceso, más de lo necesario y prudente, y mis emociones pueden llegar a ser tan intensas que llegan de hecho a provocarme desvaríos emocionales y físicos de forma transitoria. Así ha sucedido a lo largo de toda mi vida, aunque por suerte el paso de los años ha ido trayendome un temple y un control mucho mayor de mis emociones, y por supuesto un mejor tino a la hora de abordarlas.

Pero a veces, sólo a veces, me doy cuenta de que no es tan fácil controlar una parte inherente a ti y que nació contigo. Yo lo veo así: esta forma de ser es parte de mi desde que nací. Y, como ya he dicho, por suerte tengo un mayor control de mi mismo conforme los meses y los años pesan en mi existencia.

¿Por qué estoy reflexionando sobre esto?. Bueno, quizá debido al extraño fin de semana que he tenido. Me he visto solo en muchos sentidos, aunque mayormente esa soledad ha sido simplemente física. No es lo mismo "estar" solo que "sentirse" solo, y por suerte, de esto último hay más bien poco. Pero ha habido dos momentos en los que realmente lo he pasado mal y ha sido sobre todo lo mi exagerada reacción ante las situaciones.

No quería quedarme en casa con mi madre. Ella iba a estar allí y yo no quería estar con ella. Me asfixiaba la idea. Me agobiaba de manera alarmante. Y ninguno de mis amigos podía, por diversas razones, quedar conmigo ese día. Y me desesperé. Acabé dando tumbos de un lado para otro en la noche del sábado para finalmente darme cuenta de que iba haciendo una memez tras otra. Que si ahora me voy a tomar algo solo, que si no puedo aparcar, que si me agobio y me voy al cine, que si al llegar al cine no hay sesiones propicias, que si acabo cenando solo a las tantas de la noche en un Burguer King... cuando estaba volviendo a casa, me estaba diciendo a mi mismo "Dani, chico, has perdido momentáneamente el norte". Y no obstante, al llegar a casa y meterme en la cama me sentí reconfortado, y el domingo no fue en absoluto una agonía.

El segundo momento de angustia vino cuando le conté todo lo ocurrido a mi chico. Tenía miedo de que me juzgara como una especie de niño caprichoso, de persona desordenada emocionalmente, de TONTO, hablando en plata. Y como él ya tiene sus propios problemas de otra índole, ¿quién soy yo para venirle con cuentos de niño pequeño?. Al menos eso es lo que sentía en ese momento.

La sensación que me invade cuando hablo de mis reacciones exageradas es que me disminuyo. ¿Alguna vez no os ha pasado que, al intentar justificaros, intentar explicar algo, conseguís exactamente el resultado opuesto?. Eso me sucede a mi más a menudo de lo que me gustaría. Y eso es lo que pasó.

Con respecto a la aparente dependencia que tengo de los demás para sentirme pleno, como podría parecer leyendo mis palabras acerca de lo ocurrido el sábado: NO es así. En absoluto. He pasado demasiado tiempo solo en mi vida como para depender de los demás para ser feliz. Es más, esta forzada soledad me ha convertido en alguien que "necesita" de sus propios momentos de soledad para alcanzar un estado de plenitud y de paz. Lo cual no significa, obviamente, que no desee la compañía de aquellos que quiero.

Pero el problema vino con que mi madre está últimamente muy "pesada" conmigo, y odio muchas veces cómo se inmiscuye en mi vida privada. Por tanto, opto por "escapar" de la mejor forma posible. Y el sábado, al ver que no podía hacerlo, lo pasé mal.

Todo esto que estoy contando, que parece un revoltijo de ideas desordenadas que parecen tener un patrón común, es, efectivamente, el título de este post: ¿Por qué soy tan visceral?. Es, posiblemente, la parte que más odio y más amo de mí mismo a la vez, una especie de Dr. Jekill y Mr. Hide de mi persona.

Me gusta ser una persona pasional, o sentida. Analizándolo con detalle, me parece que es un rasgo de mi personalidad que me hace más humano, más vivo. Me hace sentir, la mayoría de las veces, bien conmigo mismo. Pero no siempre: es un arma de doble filo.

Cuando sufro más de la cuenta acerca de situaciones aparentemente (y no tan aparentemente) irrelevantes, me siento bastante necio, estúpido, y niño. Y si además revelo mis sentimientos a los demás, me siento aún más tonto. Es en ese momento donde se me revela lo estúpido de mi forma de hacer las cosas y de mis reacciones fuera de lugar. Soy como un niño de escaso entendimiento que hace las cosas movido por la impaciencia, desembocando en la locura, sin intención alguna de llegar a esos extremos.

Pero luego recobro la consciencia, y el buen tino, y descubro también que no hubiera cambiado las cosas en ningún momento. Cada experiencia que una persona vive, buena o mala, es en todo caso una lección más, y la constante oleada de situaciones parecidas que he vivido con mi visceralidad me ha permitido, un poco más, explorar partes de mi que no conocía bien, y a convivir con ellas e incluso dominarlas. Poco a poco: como una lección que debe ser repasada de forma regular para no olvidarla. Así soy yo.

No es desconocido para mi el saber que soy una persona muy insegura de sí misma, y que sin embargo sabe ver cuando se encuentra plenamente despejado que se quiere mucho a sí mismo y que no cambiaría esa inseguridad, esa fragilidad, esa visceralidad. Porque es el fino cristal que separa al Dani inflexible del Dani sensible, y creo que el secreto consiste en tener un poco de ambos. Sólo así se puede conseguir una integridad más o menos homogénea.

No, no tengo fantasmas interiores. Creo conocerme muy bien, e incluso en los momentos en los que me cuesta controlar mis emociones soy plenamente consciente de qué las provoca y qué las retiene. Eso es un tanto que creo tener ganado.

La pregunta era: ¿Por qué soy tan visceral?. La respuesta es: "Porque no puedes evitar ser TÚ".

9 de mayo de 2005

Un extraño reencuentro

Entre el sábado y el domingo me sucedió una de esas cosas que uno debe considerar como extraña. Fue, a todas luces, una situación que llevaba tiempo imaginándome y que llegó de una manera inesperada. Pero esta es una historia con antecedentes que se remontan a varios años atrás, incluso si me pongo a hilar fino podría retroceder a mis más tiernos años de la infancia.

Yo tenía un amigo que se llamaba Iván. Fui con él al colegio y era vecino mío. Y bueno, se trata de una de esas amistades "de toda la vida" (al igual que otro buen amigo mío, Dany, que sigue siendo más amigo quizá ahora en la plenitud de la madurez de nuestras vidas que cuando eramos niños). Iván tenía un paralelismo conmigo que nos unió bastante en su momento: los dos teníamos unos padres separados y vivíamos con nuestra madre. Y todo era igual, salvo que él tenía una hermana pequeña.

No entraré en más detalles sobre nuestra amistad durante los años de colegio y de instituto: basta con saber que fuimos siempre amigos de un modo u otro y que crecimos juntos y descubrimos muchos aspectos de la vida el uno junto al otro junto con otro que completaba el grupo: Santos. Pero no es de él de quien voy a hablar ahora.

En el año 1999, Iván se echó una novia llamada Gilsa. Tenía 19 años y yo 18. Y salíamos juntos: de hecho creo que mis primeras salidas nocturas "oficiales" se produjeron a la par con ellos y mis compañeros de instituto. Por entonces, Iván se preparaba para unas oposiciones a bombero, y esto y su chica ocupaban todo su tiempo. Pero se volvió un poco engreído y agresivo, y yo lo fui notando progresivamente, y simplemente tragaba. Conmigo nunca tuvo demasiados problemas.

Un día, en septiembre de 1999, quedamos en el centro, él, su novia y yo. Iván se había ido de casa tras una fuerte discusión con su madre y se fue con Gilsa. Y yo llevaba poco tiempo trabajando en PC City y estudiando informática. Nos pusimos al día tras unas semanas de vernos y yo les manifesté mi alegría por los estudios que me disponía a comenzar (siempre había sido mi gran ilusión, y además el año previo tuve un gran bajón al suspender Bachillerato y repetir curso), así como por mi nuevo trabajo a tiempo parcial. Las cosas empezaban a irme bien.

Pero creo que eso no le debió gustar a Iván: de un modo sorprendente que no me esperé en ningún momento, terminó la velada y me volví a casa. Al llegar había un mensaje en el contestador automático, en el que Iván me insultaba salvajemente, diciéndome de todo menos guapo, y en el cual me tachaba de chulo, de restregar mi bienestar a aquellos que no lo pasaban tan bien, e incluso llegó a amenazarme con partirme la cara si se cruzaba conmigo por la calle. Yo escuché estupefacto ese mensaje sin haber notado absolutamente nada mientras estaba con él, y no comprendí una reacción tan agresiva... a medias. Le intenté llamar y recibí otra tanta de insultos y amenzas, esta vez de forma directa. Mi madre llegó a escuchar fortuitamente ese mensaje y le llamó (al fin y al cabo éramos amigos de toda la vida y se conocían) y llegó a tener bronca incluso con ella. Ese día yo acabé muy mal, pues mi madre optó por decirme que yo era un estúpido debilucho y que la gente me hacía daño por ser tan idiota. Qué bonito, ¿eh?.

En todo caso, el tema de cómo mi madre intentó demostrarme que solamente siendo duro y frío consigues algo en la vida es un tema aparte (ya van unos cuantos, me voy fijando... debería escribir más). En todo caso ahí terminó nuestra amistad. Completamente. Y sí, sufrí porque a todas luces era injusto, y él fue un completo necio. Toda la vida nos habíamos apoyado en momentos menos dulces, y cuando uno de los dos empieza a despegar, el otro siente envidia o recelo. Así somos las personas.

El resto es historia: él su vida, yo la mía. Y así... hasta el sábado. Casi 6 años desde aquel fatal desenlace. Yo he cambiado muchísimo desde entonces a todos los niveles. Mi vida es muy distinta a entonces, así como mi propia persona. Y, como iba diciendo, el sábado volvía de un paseo por el centro de Madrid y bajaba mi calle camino a mi casa, y... apareció él. Ahí estaba Iván, que pasaba por la acera de enfrente. Y nos miramos y acabamos parándonos para saludarnos. Y... bueno, era como si en vez de habernos peleado, simplemente no nos hubiéramos visto en mucho tiempo. Nos dimos la mano, nos preguntamos cómo estábamos, y ya que él tenía prisa, me dio su teléfono y me dijo que podíamos quedar a tomar algo y ponernos al día. Me quedé un poco estupefacto, pues había pasado mucho tiempo, y pensé que quizá ese intercambio de teléfonos se quedaría en eso, simplemente.

Pero no fue así. El domingo me escribió y me propuso ir a tomar algo al centro y hablar. Y me pareció una buena idea, así que aceptó y le fui a buscar a su casa. Recuerdo que lo primero que me dijo fue que aún no se podía creer que las cosas acabaran así entre nosotros, y que habiendo pasado 6 años, las cosas las veía de un modo muy distinto y que se había comportado como un cabrón conmigo. Curioso... lo que yo quería oír hace 6 años me lo decía sin que siquiera yo sacara el tema.

Hablamos durante toda la tarde de cómo habían sido nuestras vidas en este tiempo. Él me contó que se casó con su chica para divorciarse un año después, que se fue a vivir a Canarias a la aventura donde curró de cocinero durante dos años, y luego a Suecia con otra chica a la que dejó. Y de ahí de vuelta a casa de su madre. Ese es el resumen de sus 6 años. En verdad se notaba lo de Canarias: el acento ya no era el de un madrileño, qué curioso.

Y yo le conté el resumen de mis 6 años: que si soy gay y tú no lo sabías, que si acabé de estudiar y he currado en todo lo que he podido como programador hasta estar donde estoy, que estoy con un chico maravilloso... etc.

Pero me sentí extraño. Era como encontrarme ante un espejo del pasado y descubrir que en él no veía nada. Sólo un extraño vacío o un eco de una época que ya no existe. Porque es evidente que la persona con quien estuve ayer dista mucho de ser la persona que yo recordaba. Y es que una amistad quebrada y con una distancia de 6 años de por medio no puede retomarse, sino comenzarla de nuevo, desde cero. Y creo que fue por el hecho de que ambos pensábamos que teníamos delante a aquel que recordábamos el que no tuviéramos el mínimo pudor en contarnos cosas en confianza.

Todo fue bien: regresamos a casa y quedamos en llamarnos "un día de estos". Pero al rato me sentí como despertando de un extraño sueño, en el que estaban unidos el pasado y el presente. ¿Cuál es el orden de las cosas en esta vida?. ¿Dónde se ha metido Iván?.

Y lo más importante... ¿dónde me he metido YO?.