29 de mayo de 2006

Obstrucción

Tras el paso de un nuevo y fugaz fin de semana en el cual he vivido acontecimientos de toda índole, de toda naturaleza, y sobre todo, de muchos tipos de emociones, me veo aquí empapado en el sudor de una calurosa madrugada de mayo, siendo ya casi las dos y absolutamente incapaz de conciliar una sola pizca de sueño, intentando plasmar en unas escuetas, breves y estériles líneas todo lo que siento ahora mismo.

Esta semana pasada ha sido una de las más difíciles que he tenido que vivir emocionalmente. De las más difíciles que yo recuerde en toda mi existencia, porque se ha hecho patente que los defectos de personalidad acaban pasando factura de un modo u otro, de forma completamente inexcusable, y diluyendo e incluso eclipsando totalmente la presencia de muchas virtudes.

Tras una semana de reflexión constante, de enajenación voluntaria en la medida de lo posible, ha llegado el fin de semana. Y cuando digo en la medida de lo posible supongo que quiero decir que no he podido enajenarme todo lo que quisiera, porque otro tipo de enajenaciones ha turbado mi mente, pero a su vez la ha dotado de una esperanza portentosa.

No, no es por ahí por donde quiero llevar los derroteros de este pequeño texto, al menos por ahora. Como iba diciendo, el viernes pasado se me fue revelado de primera mano el alcance de un terremoto cuyo epicentro era yo mismo. Yo ya lo sabía, tras una semana en la cual no he pensado en otra cosa las 24 horas del día, pero no es lo mismo conocer el camino que andarlo, como ya decían en esa famosa película cuyo nombre omitiré por ser extremadamente conocida. Y dolió. Dolió mucho. Sobre todo de puertas para adentro.

Ah, pero no voy a convertir una vez más esto en una tragedia griega… baste saber simplemente que me he dado cuenta de que la estupidez se paga. Y a veces se paga con un precio tan alto que somos incapaces de saldar la deuda. No sin hundirnos en la miseria. Pero yo no lo estoy. ¿Y por qué?. Pues sinceramente no tengo respuesta a ello, porque pese a que yo entiendo que las vivencias personales son de uno y de nadie más, con los pormenores y puntos de vista, las actitudes y las visceralidades, el modo y las reacciones… son eso, individuales… pues aún así no puedo negarlo: he sido un auténtico y verdadero idiota. Con todas las de la ley. Y ya está. Ahí se acaba todo. No tengo más remedio que seguir hacia delante y, solamente, recordar que de cualquier error siempre se obtiene una nueva experiencia que nos hace madurar y, por ende, no volver a cometerlo. Así al menos yo lo espero.

El viernes apenas dormí (por decir algo). El sábado fue a todas luces un día de transición y nuevamente marcado por la digestión de una serie de platos un poco pesados. Y aquí, evidentemente, hablo de forma figurada. Paseé por el retiro y la Feria del libro de Madrid, donde intenté meterme en los maravillosos mundos del Visual Basic .Net y los mitos Griegos, para acabar en casa de Juan Carlos para disponernos a una cena por sus más que bien llevados 40 años recién estrenados. Si bien la compañía presente además de JC y Manolo no era precisamente de mi agrado (no por desagradables sino por una simple cuestión de empatía) acabé en la cama a las tantas y con un asqueroso olor a tabaco, gracias al impresionante vicio en este hábito de uno de los amigos de JC y del local en cuestión al que fuimos. Y con todo lo pasé bien, para qué engañarnos.

El día de hoy ha sido un poco más distendido. Tras una pequeña mañana de arreglos en casa me he marchado al rastro en compañía de Gustavo (y es que tenía los DVD-R por los suelos, tenía que hacerme con algunos), para terminar comiendo agradablemente en un Wok Express que no conocía y me ha sorprendido gratamente en la estación de Príncipe Pío. Esta ha sido sin duda la mejor parte del día, o la que más me ha hecho olvidarme de los sinsabores de una mente errante. Como el pobre Gus tenía un montón de compromisos y una tarde muy ocupada, decidí quedarme por el centro a la espera de la cena prometida. Pero quedaban la friolera de cuatro horas hasta entonces, así que he hecho todo lo que se puede hacer: que si paseo por Gran vía, que si merienda en un Rodilla, que si me compro un libro en la FNAC, que si me tomo un helado… y por encima de todas estas banalidades, ha estado el constante martilleo en la cabeza de muchas sensaciones agridulces vividas anteriormente, el pensar nuevamente que soy un auténtico necio, y cuanto más pensaba en ello peor me sentía. El rey del melodrama, dirán algunos. Seguramente tengan razón, por no dársela de forma inmediata.

Conclusión: a la hora de llegar la cena, no estuve allí. Estaban todos los demás, pero yo me había esfumado. Apenas hablé. Estaba rodeado de enemigos; mis mejores amigos. Tengo miedo de hablar, de volver a joderla, a ser juzgado. Un juicio merecido por otra parte.

Ha sido entonces cuando ha ocurrido lo inevitable: he perdido los papeles. Por primera vez en mucho tiempo, he perdido los papeles de verdad. Un simple ¿Qué te pasa? por parte de Carlos seguido de la misma pregunta por parte de Jose y entonces ha estallado el demonio en mi, ese que prácticamente nunca aparece, y ha dicho en tono seco, grave, casi a gritos ese horrible NO ME PASA NADA, JODER. ¿VALE?. ESTOY HASTA LAS NARICES DE QUE ME PREGUNTEN CÓMO ESTOY. Y acto seguido me he dado cuenta: he pasado el límite. Últimamente no se me da nada mal eso de sobrepasarlos. Y no me gusta en absoluto. Normalmente soy una persona en completo control de si misma, a todos los niveles. Pero todos tenemos un punto límite.

Y aquí estoy ahora. He llegado a casa y estoy tristemente sentado delante de mi pantalla escribiendo esto, entre la necesidad de dormir y la imposibilidad de hacerlo. Cualquiera que lea esto pensará que estoy mal. Pues no, y ese es el problema más serio. Que no estoy mal. Es más, estoy muy relajado, muy tranquilo, muy consciente de hasta el mínimo elemento que me rodea, de ahora mismo, de esta mañana, de ayer por la noche, del viernes por la tarde… todo converge en este instante. Todo en absoluto. Y llego a la siguiente conclusión: estoy obstruido. Completamente. No siento nada y lo siento todo. No sé lo que debo sentir respecto a nada. He perdido la ilusión en casi todo. He perdido lo que más quería, y sin embargo ahí sigue. Todo es igual y nada lo es ya. Este fin de semana todo ha cambiado. Estoy extraviado, perdido. Quiero encontrarme, pero no tengo ganas ni fuerzas. Simplemente voy a seguir haciendo lo que siempre hago, es decir, mi día a día.

No hay luz en esta oscuridad, pese a que es pasajera. Estoy pasando por un túnel que deseo acabar de cruzar de una vez por todas. Porque sobre todo lo que estoy diciendo, SOBRE TODAS LAS COSAS, tengo muy presente una serie de momentos, vivencias, palabras y sentimientos vividos. Una luz y una esperanza a la que aferrarme. A la que aferrarme sin ninguna esperanza y toda ella a la vez. No estoy solo. No lo estoy. NO, no, no lo estoy. Ya nunca lo estaré más. Es ahora cuando más esperanza debo tener, aunque no la vea por ninguna parte.

Las personas tenemos tendencia a perdernos en nuestro interior, a dejar que aflore nuestra peor parte cuando menos lo deseamos, a mostrar lo mejor de nosotros mismos cuando más frágiles estamos. Así estoy yo. Soy el chico extraviado en un mar de obscenidades, de verdades, de auténtico cariño, de culpabilidad por un desenlace fatal.

Ahora, mientras me retiro a mi cama a intentar cerrar los ojos y conciliar el sueño, intentaré aferrarme a la esperanza que me queda, un pensamiento alegre, mientras los ecos de The blower’s daughter de Damien Rice siguen paseándose por mi mente…

Un abrazo.