14 de abril de 2010

Día 2: Waikiki


Me parece cuanto menos increíble pensar que llevo más de mes y medio sin escribir una sola entrada en el blog y, lo que es más grave, que dejé de hacerlo justo cuando comenzaba el que ha sido sin duda uno de los viajes más emocionantes que he hecho nunca y que más ganas tenía de realizar. Evidentemente, este parón no se debe simplemente a que esté desmotivado (que no es el caso), sino a la enorme carencia de tiempo que tengo para sentarme un rato y sacar las ideas de mi cabeza. Pero como este tema tiene mucha, mucha miga y que prefiero dejar para más adelante, mejor será que simplemente me limite a hablar (mejor dicho, a continuar) de mi viaje junto a mi querido Guido a las islas de Hawai, concretamente a la de Oahu.


Tras cinco pesadas horas de avión (aunque la ida fue mucho mejor que la vuelta, todo sea dicho) desde el aeropuerto de los Angeles, aterrizamos en el aeropuerto de Honolulu. Nada más hacerlo, me llamó la atención un par de cosas: la primera, la enorme diferencia de temperatura, prácticamente veraniega, y que me hizo sudar de lo lindo hasta que llegamos al hotel y pudimos ponernos algo más adecuado. Y lo segundo, ese enorme ALOHA que se ve en lo alto de la Terminal del Aeropuerto. Ese espíritu Aloha se respira por todas partes, de alegría y de correspondencia y amabilidad entre las personas. Esto se mantuvo durante todo el tiempo que estuvimos allí, nada menos que 6 días.


Como estábamos cansados y no sabíamos exactamente cómo llegar al hotel, optamos por tomar un Taxi. El aeropuerto de Honolulu está muy próximo al núcleo urbano, y apenas gastamos 30 dólares por ir de puerta a puerta. Pero nuestro hotel no estaba en Honolulu, sino en Waikiki, la zona turística de Hawai por excelencia. Para que no haya confusiones: Waikiki pertenece a Honolulu y podría decirse que es un barrio del mismo, porque además están pegados, separados simplemente por un puente y un canal. Pero la diferencia entre Honolulu y Waikiki es abismal: mientras que el primero es un típico Downtown americano (es decir, solo rascacielos, industria y sitios culturales, además del clásico Chinatown), el segundo es un auténtico monumento al turismo: avenidas de tiendas, mercadillos, restaurantes baratos y caros, playas y paseos marítimos, puertos, centros comerciales, y sobre todo, hoteles para todos los gustos. Impacta desde la primera vez que uno pone el pie en Waikiki.

Tras vestirnos adecuadamente (es decir, pantalón corto, camiseta y gorra), paseamos largamente por la playa, y vimos la enorme devoción que se vive por el Surf (estatuas de surfistas, alquileres de tablas, cuerpos de escándalo, etc) pero, sobre todo, mucho mucho turismo. De todas partes, y especialmente de Japón. Hawai está más plagado de japoneses que de americanos. Fue divertido, porque en más de una ocasión pude chapurrear mi japonés con algunos de esos turistas.


De hecho, es precisamente esa exótica mezcla cultural la que hace a Hawai tan interesante: todos los elementos “buenos” de la sociedad americana (el lujo, el acceso a lo último de lo último, la economía), mezclados con un equivalente en fuerza por parte de cultura japonesa (casi diría que más incluyente que la americana), y un pequeño pero fuerte porcentaje de cultura local basada en el ya mencionado espíritu Aloha. Pero no nos engañemos: Hawai vive por y para el turismo. Y de hecho, los nativos más conservadores consideran que USA les ha robado su paraíso para que ellos lo disfruten por ellos. Este, evidentemente, es un tema interesante que puede ser visto desde muchas perspectivas.

Pero ciñendonos a Waikiki, que es de lo que estamos hablando, puedo decir que es uno de los lugares más encantadores que he visitado nunca: temperatura perfecta (22-26 grados todo el año) en un clima tropical, todo tipo de servicios y actividades culturales de primera categoría, las mejores cadenas de restaurantes de todo el mundo, una playa limpa y cuidada de aguas cristalinas, precios muy asequibles en general, no excesivamente superpoblada de turistas (y eso que fuimos en temporada alta) al contrario que en otros sitios de costa y, lo más importante, un trato humano por parte de la gente de allí realmente fantástico. Se nota que saben tratar a la gente.


En los días venideros pudimos ver las avenidas de tiendas en detalle, los indescriptiblemente hermosos atardeceres en la playa, pasear por la noche por ella mientras disfrutábamos de una rica piña colada, cenar un rico filete en uno de los restaurantes costeros, cruzarnos con algún que otro actor de LOST (concretamente con Titus Welliver, el hombre de negro), desayunar en Denny’s…


Waikiki fue un lugar fantástico en el que quedarse, aunque no nos limitamos a disfrutar de las ventajas de la gran ciudad… pero eso ya lo contaré en los próximos capítulos. Quedaba aún mucho Oahu por descubrir.

Un abrazo.