29 de julio de 2010

España y olé

Ayer cataluña prohibió la fiesta nacional, o como solemos llamarlo vulgarmente, los toros. Y ya se ha liao parda con ello. Voces a favor, en contra, y las peores de todas, las radicales, están montando en cólera.
Personalmente, creo que en este momento hay muchísimas cosas más importantes en qué pensar, como la crisis económica en la que se han propuesto los políticos que estemos mucho, mucho tiempo, pero tampoco hay que obviar que este debate, el taurino, está en la calle desde hace muchísimo tiempo y sobre el que siempre hemos pensado que, al ser una tradición tan arraigada, siempre estaría ahí y nos tendríamos que morder las uñas.
A mí, personalmente, me resulta bastante repugnante como español que uno de los símbolos de mi país sea una salvajada tan humillante para los animales, por no decir que es un auténtico acto de barbarismo propio de muchos siglos atrás. No es el acto de que el animal muera (pues anda que no habrá animales siendo asesinados en este momento para que nosotros nos los comamos cómodamente), sino el simple acto de barbarismo y humillación públicos, y que encima sea algo subvencionado por ser de interés popular o que se emita en prime time en televisión.
Desde que puse en mi estado de Facebook no hace muchos días que me alegraba de la prohibición, he visto muchísimas reacciones de toda índole. La más interesante (pero totalmente legítima), la de que no está bien prohibir porque es cohibir las libertades de gente a la que le puede gustar por parte de mi amigo Jose. Y eso a mí me ha llevado a plantearme: ¿dónde está el límite de las libertades en ese sentido?. La lógica de semejante afirmación la entiendo, pero en este caso no puedo compartirla. Estamos hablando de asesinatos a sangre fría y en público. Y esto lo extiendo a cualquier variante festiva nacional como tirar cabras por los campanarios o los sanfermines.
No hay que olvidar de todos modos que los toros están ya prohibidos hace tiempo en las Islas canarias, y desde luego no ha habido tal repercusión mediática como ahora, y es que además estamos hablando de Cataluña, ese país independiente del norte que tantas ganas tiene de separarse del resto de esa España nuestra. Y eso provoca muchas pupitas de orgullo y crispa aún más.
Hay mucho, mucho interés político (siempre la maldita política, parece que en este país no sabemos de otra cosa) detrás de esta sentencia que no comparto en absoluto, porque una vez más es un juego de armas arrojadizas dañinas que hay entre los distintos partidos (el PP, como siempre, se luce haciendo declaraciones de comenzar una lucha para blindar la fiesta nacional en el resto de la península), y además solamente se han limitado a los toros, cuando en la propia Cataluña tendrían que mirar a otra serie de costumbres que no se han prohibido, como el Bou embolat). Pero hay que mirar más allá de eso, y yo quiero quedarme con lo que, a mi parecer, es lo más importante: se ha sentado un precedente de peso para poder parar los piés a un repugnante y vomitivo negocio que sigue en pie a causa del maldito dinero (sobre todo en el sur del país) y que está dando una imagen de España desde hace no sé cuánto tiempo una imagen poco menos que lamentable. Ah, y que todo esto que ahora ha acontecido surgió de una iniciativa popular, aunque posteriormente hayan entrado muchos más elementos en la ecuación.
La fiesta nacional no es mi fiesta y nunca lo será. Como a mí me gusta siempre recordar: Donde esté una buena corrida, que se quiten los toros. Amén.

12 de julio de 2010

Yo soy español

A menos que vivas en la cima del Himalaya o en medio del Sahara, es imposible que no te hayas enterado de que España se coronó ayer, por primera vez en su historia, como campeona del mundo de fútbol. Desde ayer, España es un auténtico fiestón rebosante de jolgorio, alegría y felicidad a raudales, algo que va a seguir sucediéndose en los próximos días. Y yo, personalmente, me alegro muchísimo y de todo corazón porque han hecho (según me han contado y lo que he visto) un gran mundial. Ayer, desde luego, sí que vi buena parte del partido y me pareció que lo hacían realmente bien.
No obstante, este no es un post para autocomplacerme por la victoria de la selección de fútbol de mi país, sino para mostrar mi total desacuerdo ante el fanatismo extremo al que me he visto sometido y del que he sido víctima en el último mes, demostrando que si bien el deporte puede unir mucho a la gente, también puede hacer sacar lo peor del ser humano: la falta de respeto a los gustos (o no gustos) ajenos. Y que conste que soy consciente de que no todo el mundo es así, afortunadamente. De lo contrario sería para pensar en suicidarse.
Partamos de una base muy sencilla: no me gusta el fútbol. Eso me pasaría siendo español, francés, estadounidense, japonés, sudafricano o hindú. Vamos, que sencillamente no disfruto del fútbol y listo. Nunca lo he hecho. Jugaba de pequeño en el colegio por aquello de socializar y porque parecía que si no lo hacías eras un apestado (aunque reconozco que tuve mi año futbolero gracias a la serie Campeones, y no creo que esto tuviera que ver por mi pasión con el fútbol precisamente). De mayor, poco ha cambiado.
En mi empresa, todo el mundo se preparaba para los partidos de la roja con una evidente emoción que, personalmente, envidiaba porque yo era incapaz de sentirla. Posters de la selección en la cocina, camisetas colgando por la oficina... y yo, en los debates de cafetería del día a día, me limitaba a decir simplemente que el fútbol me era indiferente y que, honestamente, lo que deseaba era que ganara el mejor equipo, sin importarme si era España o no ese equipo, pero dejando claro que sí me alegraría enormemente por la selección, algo que afortunadamente así ha sido.
No bastó manifestar una opinión tan personal y, a mi gusto, coherente con mi forma de ser. Si eres español pero no demuestras pasión por tu selección, eres un mal patriota y un separatista. Por no hablar del freak o del amargado. Todo eso soy. Y la gota que colmó el vaso fue cuando se me dijo que mi vida era muy triste cuando dije sin ningún pudor que no había visto el partido de octavos de final porque prefería irme de compras y a cenar con mi chico aprovechando que todo estaría vacío. Es lo que me faltaba por oír.
No obstante y pese a todo, entendí perfectamente que lo de ayer era una situación excepcional, única e histórica, y por ello ayer se juntaron en mi casa un buen porrón de amigos para ver la final. Yo ví también el partido vistiendo una camiseta roja, que no la roja, para empalizar con mis amigos. Y disfruté del encuentro y de la ocasión, aunque la verdad es que preferí invertir buena parte del tiempo del encuentro preparando una barbacoa de carne y bebidas para mis amigos. Y, por supuesto, al acabar el partido nos fuimos a la plaza más cercana a disfrutar del ambiente de euforia nacional que se respiraba. Porque la primera regla de la empatía es que las emociones se contagian, y esta no era una excepción.
Pero no puedo evitar, una vez más, al llegar a la oficina, sentirme aislado y marginado solo porque el fútbol me la trae al fresco. Las mofas se suceden (“Dani, ¿te has enterado que ha ganado España?”) y no importa cuan natural intente mostrarme. Señores, que me alegro muchísimo de que haya ganado España, y más con el partidazo que hicieron ayer frente a unos holandeses que lo único que hacían era practicar el juego sucio. Realmente me alegro. Pero también dejo bien claro que si Holanda hubiera jugado mejor y, por ende, ganado, yo hoy no sentiría la mínima punzada en el pecho ni ningún tipo de desdén.
Separatista. Freak. Antipatriota. Simplemente raro. Así soy por no gustarme el fútbol por todos aquellos que no son más que capaces de mirarse al ombligo. Pues yo les digo a ellos: por favor, aprended a discernir una cosa de la otra. Estoy muy orgulloso de ser Español, de muchas de sus costumbres y de su forma de ser y vivir la vida. De otras, ni de coña. Y en lo referente al deporte, todo se queda en ese ámbito.
Yo soy español, español, español. Es lo que más se escucha hoy. Yo lo soy, y de pura cepa. Y no necesito ponerme ninguna camiseta roja ni meterme en una fuente para demostrarlo.