18 de agosto de 2006

Pasividad ante la muerte

Ayer falleció uno de mis tíos políticos, marido de la prima hermana de mi madre y vecino nuestro de toda la vida, mi tío Isidoro, a una edad más bien temprana que no llegaba a los 50 años. Y me siento profundamente perturbado por la enorme indiferencia que siento al respecto. Tanto frío siento cuando lo pienso que no me deja tranquilo: es como si hubiera escuchado la muerte de alguien que no conozco por el telediario. De hecho creo que a veces me he sentido peor al escuchar la naturaleza y muerte de alguna de estas personas sin siquiera verles el rostro. Y a mi tío, para bien o para mal, le conocía de toda la vida.
Todos tenemos algún relativo con el que tenemos poco trato, o más bien nulo, por alguna circunstancia especial dentro de los muros familiares. Este es uno de esos casos: familia que apenas la ves el pelo incluso en fechas especiales porque la relación se ha ido enfriando con el paso de los años. En este caso, mi tío se había quedado paralítico hacía 12 años en un accidente de moto, y había pasado este tiempo recluído voluntariamente en su casa y los alrededores de la misma, siendo cuidado constantemente por su mujer e hijos, y aislándose de cualquier elemento exterior. Sí, es triste, pero es uno de esos típicos casos en los que una persona sufre un revés en la vida y no tiene la suficiente fuerza o coraje para enfrentarse a él, y finalmente cae dentro de un círculo vicioso sin salida en el que nadie puede ofrecerle la menor de las ayudas, porque no desea caer al pozo con él. Eso mismo ocurrió con su mujer e hijos, que fueron victimas colaterales de tal cobardía y desencuentro con el mundo que le rodeaba.
A lo mejor soy un auténtico corazón de hielo en ese sentido, y de hecho me horrorizo al escuchar mis palabras, pero tengo una creencia ferviente: todos necesitamos de los demás para poder sobrevivir, todos necesitamos un hombro en el que llorar, al que aferrarnos cuando estamos mal, al que poder recurrir cuando todo lo demás nos da la espalda, en algún momento de nuestras vidas. Pero una cosa es eso y otra es ser actuar como una victima hasta el aberrante extremo de convertirte de verdad en una y creerte que lo eres, ennegreciendo tu corazón hasta que ya no hay un punto atrás. Esa es la mayor de las derrotas que puede sufrir el ser humano.
En concreto, debo decir que yo tengo un poco de ese caracter: a veces exagero de manera muy dramática una situación concreta buscando el efecto de provocar piedad en los corazones de los demás, tan solo para sentir que mi pena es comprendida, y de ese modo despertar una complicidad entre yo y los demás. Pero creo que todos debemos poder tener la capacidad de saber parar a tiempo impulsos como ese, necesarios en nuestro día a día pero absolutamente innecesarios si lo entendemos como un fin al que aferrarnos. No, eso no se puede hacer.
Ayer fui a casa de mi tía a darle el pésame, pese a que no me sentía con el suficiente estómago para hacerlo por esto que acabo de comentar. Si hay algo que odio es tener que fingir, y en este caso era como ir a casa de unos desconocidos de los cuales, desgraciadamente, sé mucho más de lo que me gustaría. E insisto: no es que tenga nada en contra, es que para mi son como absolutos extraños. Y cuando llegué allí todo fue a peor: la comunicación era nula entre yo y mi madre y mi tía. Dijimos las tipicas palabras de pésame y nos quedamos allí un breve rato para aparentar. Dios, qué mal rato pasé. Y lo peor es que ví de primera mano por primera vez en mucho tiempo las consecuencias de los actos de unas personas que se han abandonado tanto a sí mismas que ya no son personas, sino simples espectros que pasan por la vida como almas en pena.
Llegué a casa completamente extenuado a nivel físico y mental y me quedé profundamente triste y pensativo. ¿Cómo puede la gente llegar a ese extremo?. ¿En verdad podemos llegar a ser tan necios?. Una persona falleció ayer, y sin embargo en la casa que yo visité ayer era como si nada hubiera sucedido, como si mi tío hubiera salido por la puerta y dijera que no iba a volver, y todos se lo tomasen como una simple anécdota, como el que barre la casa y tira los restos a la basura. Era como si nunca hubiera tenido presencia en este mundo.
A veces, solo a veces, quiero creer que somos mucho más que cuerpos de carne y hueso, y que nuestras almas son la base de todo. Es doloroso comprobar que, al igual que nuestros cuerpos envejecen y se degradan, nuestro espíritu también puede empequeñecerse hasta desaparecer en lugar de lo que debería: crecer, medrar y engrandecerse a cada paso que damos en este planeta.
Un abrazo fuerte.