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Aún no me había detenido a hablar de uno de los viajes
más bonitos que he hecho recientemente, uno de los más bonitos
en mi vida y uno que no se me olvidará fácilmente por el enorme
carisma que tiene:
París. La ciudad de las luces, del amor, y de todo lo que se te ocurra, pero una de las más bonitas que he contemplado nunca. De los destinos que también visitamos en ese viaje como Disneylandia o Versalles hablaré en otra ocasión. De momento, aquí estamos Sera y yo bajo la
Torre Eiffel.
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París es
belleza, arte, tranquilidad, amplitud. Sus calles invitan a andar y andar sin parar, a contemplar su enorme cantidad de monumentos, suntuosas iglesias como las de Notre Dame o Sacre Coeur, sus callecillas en
Le Maré, pasar una tarde en la hierba de los campos de marte, dar un enorme paseo por la rivera del Sena hasta Les Invalides, a la plaza de la concordia, observar atónito la modernidad del centro Pompidour...
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París invita a comer
Crepes constantemente, y a tomar un típico desayuno con barrita, crepe, café y zumo. Todas las mañanas al bajar del hotel nos metíamos esto entre pecho y espalda, y sin duda nos daba fuerzas para aguantar el enorme trote que nos dimos esos días. Especialmente en el
metro, cuyos transbordos son surrealistas por la enorme distancia que hay que recorrer. Si tienes alguna minusvalía, el metro de París
no es para ti.
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Pasamos buena parte de unos de los días en el Louvre, enorme e inabarcable a menos que vivas allí y le puedas dedicar semanas o meses. Nos centramos en ver lo más importante, como
La Gioconda (en la foto), o la
Venus de Milo entre otras cosas. Ese día, no sé por qué, le dejaban hacer fotos. Yo fui educado y lo hice sin flash, aunque no sé cómo me salió una tan nítida entre la nube de japoneses ávidos de inmortalizarla.
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Una tarde, la que recuerdo con más
afecto, es en la que Sera y yo paseamos durante
horas mientras anochecía al atardecer por l
a rivera del Sena. Reíamos, nos abrazabamos y nos besábamos en cada esquina (como la canción de Alejandro Sanz, así de hortera pero así de bonito). Nos sentabamos en un banco y dejábamos pasar el tiempo invadidos por una enorme
paz y sosiego. Nos maravillabamos viendo los edificios, las luces de la incipiente noche, la belleza del entorno.
Si obviamos los típicos detalles del
exceso de souvenirs y de vendedores ambulantes, los excesivos precios según dónde mires, y que muchos franceses tienen un caracter que choca mucho con el español, si consigues ver
más allá de eso, encuentras una ciudad llena de maravillas por descubrir y que, de hecho, descubres.
Desde
Notre Dame hasta
Montmartre pasando por los
campos elíseos, el
arco del triunfo y llegando hasta la
Defense, París me ha
conquistado. Y las circunstancias y formas en las que llegué allí. Así que quizá puedo concluir con que, aunque resulte muy tópico, yo también he caído a los pies de la
ciudad del amor. ¿Por qué será?.
Un abrazo.