Un miércoles como cualquier otro, se dirigía a casa. Ya eran las 7 de la tarde, y era febrero. Tocaba a su fin un día que había empezado mal: nada más abrir los ojos, el techo que se alzaba ante él empezó a descender. Las paredes se estrecharon también, como en una de esas películas malas de serie B en las que los protagonistas acaban en una compactadora. Al final, era como estar en un ataúd. Pero consiguió salir del cuarto, ponerse el traje y la corbata y meterse en el autobús, en el cual invirtió una hora de su vida hasta llegar a su destino, donde las personas con las que convivía casi día a día eran absolutos desconocidos. Allí, en un sitio donde había mucha gente pero a la vez no había nadie, interminables filas de puestos de trabajo, pantallas de ordenador y un silencio sepulcral eran lo único visible desde la parte trasera. Solo un pequeño descanso a media mañana para tomar el café entre conversaciones banales, y otro de una hora al mediodía para ir al restaurante más cercano a tomar el menú del día pagando con vales de comida era sus oasis y consuelo, baldíos momentos de incómoda soledad entre multitudes.
Eran las 7 de la tarde, como ya se ha dicho, y se disponía a coger el autobús de vuelta, para llegar a las 8 y media o quizá las 9 a casa, hacer algo de cena, planchar una camisa y volver a acostarse para repetir la misma tónica al día siguiente, y también al siguiente. La vida empezaba el viernes por la tarde y terminaba el domingo por la noche… pero incluso entonces, como suele pasar en este tipo de situaciones, aquel que no conoce el gozo de vivir su propia vida de manera más o menos asidua es incapaz de organizársela en tan poco tiempo. No, no es tan sencillo.
Hastiado ante la idea de ir de pie en el autobús o el metro mientras la corbata le atenazaba la garganta, decidió andar. Llegar al centro, quizá comprar una peli o un CD de música, y sobre todo liberarse de las ataduras de sus cadenas. Se puso su iPod, empezó a escuchar el nuevo de Air y se sumergió por fin en su propio universo.
Sin embargo, se le acabó la batería. Tras 10 horas de trabajo, andaba por la gran vía entre una descomunal cantidad de turistas. Estaba nublado, hacía viento y frío. Las luces de las calles ya estaban encendidas, era de noche. Todo esto no hacía sino acentuar la ominosidad y la grisaceidad del entorno. Los edificios parecían el doble de altos, la gente parecía un grupo de autómatas errantes en un mundo caótico, descontrolado y sin sentido. Y aunque no era capaz de ver más allá de dos palmos de sus ojos, para él la calle estaba vacía y no veía el final. Andaba a la deriva, desesperado, confundido.
Lloró al fin. Había tardado demasiado en hacerlo. Intentaba explicarse a sí mismo el por qué. Los que se le cruzaban y percibían su estado (pocos) le miraban con piedad, y aunque él no podía verse a sí mismo, la imagen que transmitía era espantosamente triste y descorazonadora: la mirada perdida, los ojos llorosos, la sensación de que el mundo se acababa, que nada tenía sentido y que nada podía rellenar ese vacío.
No era ya solo el trabajo: era todo. Lo material, lo emocional, lo laboral, lo invisible. Nada tenía sentido. Todo era una sola cosa, el todo el uno y el uno el todo. La vida era un compendio de despropósitos confabulados contra él. Sabía que había otros caminos, sabía que había que tener paciencia, pero estaba harto. Sí, estaba harto de que nadie le tendiera una mano si la necesitaba, a su vez estaba harto de dar lástima y le tomaran por loco, que le miraran con esa cara de piedad, como si solo fuera capaz de ser autodestructivo. Estaba cansado: necesitaba ayuda real, salir del agujero, pero solo podía sentir piedad y miedo de sí mismo.
Fue entonces cuando ocurrió.
Se encontró fortuitamente con una persona, un antiguo amigo, que le abrazó efusivamente. Casi le había olvidado, habían pasado muchos años. Le sonrió de tal manera y mostró una alegría tan sincera, que se echó a llorar desconsoladamente ante la consternada expresión del recién encontrado viejo amigo. Se sentaron en un banco, a hablar de ello.
Conversaron sobre las desavenencias y el desencanto de la vida y de cómo las cosas no marchaban bien, de cómo se apoderaba cada vez más la sensación de haber escogido un camino erróneo, en el cual los baches y las piedras le destrozaban constantemente los pies.
Su amigo no era una persona especial, ni versada, ni capaz de hacer nada práctico por su amigo, pero le habló de sus experiencias personales y de cómo había llegado a la conclusión de que la vida era un compendio de momentos agridulces, que la felicidad no era una meta sino un estado pasajero, y que sobre todo había que mirar al futuro con entusiasmo ante lo bueno que puede acontecernos. Lo hizo de manera humilde, desenfadada, llena de positivismo y con la única y sana intención de aligerar el corazón de su apenado amigo.
Y lo consiguió. Su amigo le brindó lo que nadie hacía en mucho tiempo: dulzura, comprensión sincera, afecto. El mundo frío y áspero ya empezaba a reblandecerse en su alma. Y de repente brotó una fuerza de su alma, nutrida por la fuerza de la combinación de un montón de sentimientos positivos que florecieron, brotaron de la nada.
En general, vivir es una lucha constante que solo podemos afrontar de dos modos: obviando e ignorando el drama del libre albedrío, o encarándolo. Cada día debemos enfrentarnos a ese reto un millón de veces, en situaciones de diferente dureza y magnitud. En general, solemos vivir con esas dos formas de afrontar la vida, usándolas cuando más nos conviene. Nadie encara todos los problemas, y tampoco hay nadie que pase de todo. Porque la lucha contra la vida siempre se suele mantener en un delicado equilibrio que, para bien o para mal, a veces se balancea demasiado.
Existe una tercera opción: el rendirse. Opción que a veces nos hemos planteado todos, pero que siempre descartamos porque en el fondo sabemos que hay que seguir adelante, porque somos guerreros, luchadores, caballeros andantes, dentro de nuestras grandes limitaciones. Todos somos humildes, todos somos héroes.
Todas estas sensaciones fueron las que le pasaron por la mente cuando terminó de hablar con su amigo. Esas y muchas otras. Al final terminaron tomándose unas cervezas con limón hasta altas horas de la mañana.
Porque mañana sería otro día.
Un abrazo.
Eran las 7 de la tarde, como ya se ha dicho, y se disponía a coger el autobús de vuelta, para llegar a las 8 y media o quizá las 9 a casa, hacer algo de cena, planchar una camisa y volver a acostarse para repetir la misma tónica al día siguiente, y también al siguiente. La vida empezaba el viernes por la tarde y terminaba el domingo por la noche… pero incluso entonces, como suele pasar en este tipo de situaciones, aquel que no conoce el gozo de vivir su propia vida de manera más o menos asidua es incapaz de organizársela en tan poco tiempo. No, no es tan sencillo.
Hastiado ante la idea de ir de pie en el autobús o el metro mientras la corbata le atenazaba la garganta, decidió andar. Llegar al centro, quizá comprar una peli o un CD de música, y sobre todo liberarse de las ataduras de sus cadenas. Se puso su iPod, empezó a escuchar el nuevo de Air y se sumergió por fin en su propio universo.
Sin embargo, se le acabó la batería. Tras 10 horas de trabajo, andaba por la gran vía entre una descomunal cantidad de turistas. Estaba nublado, hacía viento y frío. Las luces de las calles ya estaban encendidas, era de noche. Todo esto no hacía sino acentuar la ominosidad y la grisaceidad del entorno. Los edificios parecían el doble de altos, la gente parecía un grupo de autómatas errantes en un mundo caótico, descontrolado y sin sentido. Y aunque no era capaz de ver más allá de dos palmos de sus ojos, para él la calle estaba vacía y no veía el final. Andaba a la deriva, desesperado, confundido.
Lloró al fin. Había tardado demasiado en hacerlo. Intentaba explicarse a sí mismo el por qué. Los que se le cruzaban y percibían su estado (pocos) le miraban con piedad, y aunque él no podía verse a sí mismo, la imagen que transmitía era espantosamente triste y descorazonadora: la mirada perdida, los ojos llorosos, la sensación de que el mundo se acababa, que nada tenía sentido y que nada podía rellenar ese vacío.
No era ya solo el trabajo: era todo. Lo material, lo emocional, lo laboral, lo invisible. Nada tenía sentido. Todo era una sola cosa, el todo el uno y el uno el todo. La vida era un compendio de despropósitos confabulados contra él. Sabía que había otros caminos, sabía que había que tener paciencia, pero estaba harto. Sí, estaba harto de que nadie le tendiera una mano si la necesitaba, a su vez estaba harto de dar lástima y le tomaran por loco, que le miraran con esa cara de piedad, como si solo fuera capaz de ser autodestructivo. Estaba cansado: necesitaba ayuda real, salir del agujero, pero solo podía sentir piedad y miedo de sí mismo.
Fue entonces cuando ocurrió.
Se encontró fortuitamente con una persona, un antiguo amigo, que le abrazó efusivamente. Casi le había olvidado, habían pasado muchos años. Le sonrió de tal manera y mostró una alegría tan sincera, que se echó a llorar desconsoladamente ante la consternada expresión del recién encontrado viejo amigo. Se sentaron en un banco, a hablar de ello.
Conversaron sobre las desavenencias y el desencanto de la vida y de cómo las cosas no marchaban bien, de cómo se apoderaba cada vez más la sensación de haber escogido un camino erróneo, en el cual los baches y las piedras le destrozaban constantemente los pies.
Su amigo no era una persona especial, ni versada, ni capaz de hacer nada práctico por su amigo, pero le habló de sus experiencias personales y de cómo había llegado a la conclusión de que la vida era un compendio de momentos agridulces, que la felicidad no era una meta sino un estado pasajero, y que sobre todo había que mirar al futuro con entusiasmo ante lo bueno que puede acontecernos. Lo hizo de manera humilde, desenfadada, llena de positivismo y con la única y sana intención de aligerar el corazón de su apenado amigo.
Y lo consiguió. Su amigo le brindó lo que nadie hacía en mucho tiempo: dulzura, comprensión sincera, afecto. El mundo frío y áspero ya empezaba a reblandecerse en su alma. Y de repente brotó una fuerza de su alma, nutrida por la fuerza de la combinación de un montón de sentimientos positivos que florecieron, brotaron de la nada.
En general, vivir es una lucha constante que solo podemos afrontar de dos modos: obviando e ignorando el drama del libre albedrío, o encarándolo. Cada día debemos enfrentarnos a ese reto un millón de veces, en situaciones de diferente dureza y magnitud. En general, solemos vivir con esas dos formas de afrontar la vida, usándolas cuando más nos conviene. Nadie encara todos los problemas, y tampoco hay nadie que pase de todo. Porque la lucha contra la vida siempre se suele mantener en un delicado equilibrio que, para bien o para mal, a veces se balancea demasiado.
Existe una tercera opción: el rendirse. Opción que a veces nos hemos planteado todos, pero que siempre descartamos porque en el fondo sabemos que hay que seguir adelante, porque somos guerreros, luchadores, caballeros andantes, dentro de nuestras grandes limitaciones. Todos somos humildes, todos somos héroes.
Todas estas sensaciones fueron las que le pasaron por la mente cuando terminó de hablar con su amigo. Esas y muchas otras. Al final terminaron tomándose unas cervezas con limón hasta altas horas de la mañana.
Porque mañana sería otro día.
Un abrazo.
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