19 de diciembre de 2005

El amanecer de la indiferencia

Me siento profundamente extraviado, disperso, perdido estos días. Se juntan una serie de factores bastante peculiares, dramáticos e inesperados para hacerme llegar a este estado. Y a veces me pregunto cómo es posible que yo, que me considero un tío con las ideas claras y un sentido de lo que es correcto, de lo que no lo es, y de cómo se mueven las cosas en el circo de la vida, pueda estar así.

Las emociones son un terreno complejo y envidio a todo aquel que es capaz de dominarlas a su antojo. Yo no soy una de esas personas. Si estoy triste, no puedo ocultarlo. Si estoy eufórico, tampoco. Siempre existen límites para mi autocontrol, y si algo me desborda o, como el caso que me ocupa, son varias cosas, me colapso. Supongo que no hablo de nada nuevo: nos pasa a todos alguna vez, ¿verdad?.

El sábado llegué a casa bastante mal anímicamente. Al rato me calmé y me di cuenta de que no tenía por qué estar así, sino más bien pensar en lo que ya tengo, lo que he tenido y lo que voy a seguir teniendo. Mi autoestima se elevó y pude dormir bastante bien... hasta que me puse malo físicamente, lo cual no tenía ya nada que ver.

Pero el domingo me volví a caer. Me puse bastante enfermo (debí coger frío) y no salí de casa en todo el día salvo para quedar con unos amigos a merendar al lado de casa. Pero tampoco eso duró mucho: a los 15 minutos me volví (menos mal que estaba al lado) porque volví a encontrarme mal. Conclusión: me pasé el día entero en casa, solo, y jugando a la videoconsola. Y lo que es peor: dándole muchas vueltas a la cabeza y desesperándome con fantasmas inexistentes, con llamadas que nunca llegaban, con una lamentable y descorazonadora lástima hacia mí mismo. Sentí una profunda rabia. Y una vez más, me elevé sobre esos turbios pensamientos y volví a ser yo mismo. Me fui pronto a la cama, porque no soportaba encontrarme así, tanto física como mentalmente. Y no he dormido nada; de hecho no sabía si hoy me encontraría bien para venir a trabajar. La carencia de sueño se ha debido sobre todo a la congestión y el dolor de pecho, junto con una leve tos, y nada que ver con mis pajas mentales. Pero también he tenido un sueño bastante extraño del cual apenas conservo un claro recuerdo.

Y aquí estoy, un lunes más (o un lunes menos, como alguien me dijo recientemente) en el trabajo. Mi compañero Quique no está, lo cual casi agradezco porque me apetece más que nunca estar solo conmigo mismo. Y con bastante trabajo que hacer, pero a otro ritmo, lo cual también agradezco.

Mis sentimientos se mueven en una montaña rusa que se estabiliza muy despacio. Se acerca la nochebuena y me entristezco más a cada día que pasa, y no creo que esta tristeza sea mala. Como ya dije hace algunos post, la melancolía por aquello que realmente amas no es algo de lo que avergonzarse. La echo de menos. Y el sábado no sé cómo voy a estar. Va a ser muy duro, pero tengo que afrontarlo. Y también el sábado me va a faltar algo más, algo que era muy importante para mi. Ciertas cosas son como la materia: no desaparece, sólo se transforma. Esa transformación me está causando un trauma importante, pero debo ser respetuoso, caminar con la cabeza alta y darme cuenta de que nada es tan dramático como parece. A veces no me doy cuenta de que lo que tengo y nunca se va a marchar es más importante de lo que he perdido.

Pero lo acabo de decir: mi pensamiento puede variar dentro de cinco minutos. Poco a poco aprenderé a dominar a la bestia, a esa sensación de angustia que se hace conmigo cuando le da la real gana.

Sé que debería ser más positivo, pero no puedo. Ese positivismo aflora, pero es una planta de lento crecimiento. Me cuesta. Cuando te han arrebatado de forma traumática las cosas de la vida que más querías, que más valorabas, que más te importaban, no puedes pretender curar las heridas de tu alma en dos días. Quizá ni en dos meses. Es más, ciertas heridas nunca se curan del todo. Creo que por fortuna este no será el caso, salvo el de la pérdida de una persona muy importante en mi vida.

Y la vida sigue. Y aquí sigo. Y me muevo hacia delante, pensando en el amanecer tan bonito que observé esta mañana mientras venía a trabajar y que siempre me recordaba algo hermoso, que hoy no he sido capaz de sentir. Porque todo cambia, pero en realidad nada ha cambiado.

Un abrazo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

La indiferencia es el peor de los sentimientos, sobre todo por que eso significa que lo que hasta ahora te importaba (para bien o para mal) a dejado de afectarte.

La indiferencia es peor que el desamor o la tristeza, estos sentimientos al menos te hacen sentirte vivo (que no bien) y darte cuenta de que lo que tuviste fue tan importante como para sentirte ahora así...

En cualquier caso la indiferencia es el primer paso al olvido... y muchas veces lo que necesitamos es eso, olvidar...

Yo, personalmente, nunca he barajado ese sentimiento como parte de lo que un día fue la pareja, por que todos los días vividos son tan importantes como para saber que te han hecho tal y como eres ahora... Tal y como te querrá la persona destinada a ti.

Pasado el tiempo (dos meses como dices, quizás dos semanas o dos años) imaginaras otras vidas en las que seguirá la presencia del que ya no está. Luego vendrán otros yos y otros tús, y habrá aire limpio, y un presente feliz y ventanas que dan al horizonte que nunca sabras si trae tormenta o sol.

Así es la vida.
Así son las reglas del juego.

Unknown dijo...

Supongo que lo que quería creer esta mañana es que sentía indiferencia. Pero no lo era. Era más bien tristeza. Tristeza al pensar que otros no verán más amaneceres como este. Tristeza porque pienso en lo que me inspiraba esa visión no hace mucho.

Yo no estaba hablando de desamor. Hablaba de otras cosas.