Ambos estaban tumbados en la cama, desnudos, al atardecer, mientras los restos de la tenue luz solar que aún permanecía en el exterior se intentaban colar por la ventana. La cortina anaranjada sumía el ambiente en una especie de sueño onanista, pues se respiraba la pasión de un reencuentro largamente esperado.
Se miraban a los ojos. Se acariciaban la tez del rostro. Se les sonrojaban las mejillas. Se decían obscenidades, y también cursiladas sin parangón. Todo entremezclado, pero perfectamente estudiado, lleno de complicidad. Era lo que ambos querían.
Sudaban, se tocaban por todas las partes de su piel. No había necesidad de inhibición. No había, tampoco, prisa. Se necesitaban. Era su sueño, un momento en el que el mundo se paraba completamente, en el que el espacio-tiempo realizaba una parada transitoria. Era su momento, su sueño, no había más que dos cuerpos entremezclados entre sudor, piel, sangre, fluídos y aliento destilado de morbo y ansiedad satisfecha.
Te quiero, le dijo uno al otro. El receptor recibió el mensaje con escepticismo. Sabía que no era verdad. Lo sabía perfectamente. Era un cuento, un relato inventado, más la necesidad de poder decirlo y ser correspondido que una realidad tangible. No había amor en ese cuarto. Pero no importaba; sea como fuere, otro Te quiero salió de la boca del segundo implicado. Porque sabía que no había otra respuesta posible.
Se mentían. Sí, así de descarado. Se estaban engañando a sí mismos. ¿O quizá no? Porque la realidad de un momento es solamente establecida por las personas implicadas, por el contexto que ellos crean, un mundo independiente, un universo de sensaciones artificiales. Y nada más. Todo lo demás se esfuma bajo el velo de otras muchas realidades. Y así es como sucedió.
Se vieron. Hicieron el amor. Estaban enamorados, no había nada de falso en ello. Hasta que, a la mañana siguiente, con las primeras luces del alba y el despertar perezoso tras una noche veraniega de pocas horas de sueño, y sí de muchos roces menores y mayores, la realidad entró por la ventana nuevamente.
El sueño se había terminado, al menos por el momento, y quizá no volvería hasta transcurridos muchos meses. Y cuando ambos llegaron a sus respectivos lugares de trabajo, pensaron que crear una burbuja de irrealidad como esa era, posiblemente, de las cosas más sensatas que podían hacer en su vida.
Se miraban a los ojos. Se acariciaban la tez del rostro. Se les sonrojaban las mejillas. Se decían obscenidades, y también cursiladas sin parangón. Todo entremezclado, pero perfectamente estudiado, lleno de complicidad. Era lo que ambos querían.
Sudaban, se tocaban por todas las partes de su piel. No había necesidad de inhibición. No había, tampoco, prisa. Se necesitaban. Era su sueño, un momento en el que el mundo se paraba completamente, en el que el espacio-tiempo realizaba una parada transitoria. Era su momento, su sueño, no había más que dos cuerpos entremezclados entre sudor, piel, sangre, fluídos y aliento destilado de morbo y ansiedad satisfecha.
Te quiero, le dijo uno al otro. El receptor recibió el mensaje con escepticismo. Sabía que no era verdad. Lo sabía perfectamente. Era un cuento, un relato inventado, más la necesidad de poder decirlo y ser correspondido que una realidad tangible. No había amor en ese cuarto. Pero no importaba; sea como fuere, otro Te quiero salió de la boca del segundo implicado. Porque sabía que no había otra respuesta posible.
Se mentían. Sí, así de descarado. Se estaban engañando a sí mismos. ¿O quizá no? Porque la realidad de un momento es solamente establecida por las personas implicadas, por el contexto que ellos crean, un mundo independiente, un universo de sensaciones artificiales. Y nada más. Todo lo demás se esfuma bajo el velo de otras muchas realidades. Y así es como sucedió.
Se vieron. Hicieron el amor. Estaban enamorados, no había nada de falso en ello. Hasta que, a la mañana siguiente, con las primeras luces del alba y el despertar perezoso tras una noche veraniega de pocas horas de sueño, y sí de muchos roces menores y mayores, la realidad entró por la ventana nuevamente.
El sueño se había terminado, al menos por el momento, y quizá no volvería hasta transcurridos muchos meses. Y cuando ambos llegaron a sus respectivos lugares de trabajo, pensaron que crear una burbuja de irrealidad como esa era, posiblemente, de las cosas más sensatas que podían hacer en su vida.
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