Una carta. Un mensaje. Una misiva, una declaración, una confesión.
Vida, color, ilusión y alegría aparecen después de una larga... ¡no, larguísima! tormenta.
Después, se produce el silencio. Aterrador, hueco, sustancioso, espeluznante. Volvemos a lo de siempre.
Y cuando ya empiezo a asomarme tras el velo, tras dejar atrás el sendero del silencio y la soledad, de repente vuelvo a escuchar los ecos detrás de mí mismo.
Una carta. ¿La habrá traído el viento?. ¿Por qué ahora, precisamente?. ¿Para qué?.
La leo, la vuelvo a leer, y vuelvo a leerla de nuevo y una vez más esperando encontrar en una nueva lectura algo que quizá se me haya escapado antes. Pero no, no lo encuentro. Las palabras son palabras: inalterables, inmutables y (normalmente) claras como el agua cristalina, si lo que se quiere decir es sincero y directo. Este es el caso.
Pero tras aprendérmela de memoria, llego a la misma conclusión: nada ha cambiado tras leerla, salvo un bienestar extraño que me recorre, así como una sensación agridulce. No quiero analizar más: me quedo con eso y punto. Pretender obtener más sería absurdo.
Un abrazo.
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