3 de febrero de 2006

Tumbarse al sol


Una mañana soleada de mayo el año pasado, salí de paseo por Madrid. Hacía muchísimo calor, pero eso no me impidió recorrer por enésima vez las calles de mi querida y amada ciudad. Acabé en el Retiro, donde siendo aproximadamente la una de la tarde me detuve a leer tranquilamente un libro y picar algo. Cuando terminé de comer y me harté de leer (o al revés), me tumbé sobre la hierba boca arriba en un claro rodeado de árboles. Un pálido destello los iluminaba, inundando con preciosos matices sus ramas y hojas. El cielo despejado estaba excepcionalmente intenso, con un impactante azul claro lleno de fuerza. El azul claro siempre ha sido mi color favorito: lo he asociado siempre al agua del mar, a la pureza del corazón, a bonitos recuerdos de mi infancia.

De repente, me sentí pequeño. Veía cómo todo lo que me estaba alrededor mío empezaba a comunicarse conmigo, a transmitirme su diminuta pero enorme grandeza. El dulce olor de la hierba, la sobrecogedora inmensidad del firmamento delante de mis ojos, los árboles vigilantes, los sonidos del entorno... fue como si me absorbiera, me fusionara con todo ello, nos hicieramos uno. Sentí cómo la vida se apoderaba de mi, de cómo me invadía una sensación de calma y de alegría por igual. Sí, yo me convertí en un armonioso, sereno elemento, y aún así más grande y vivo de lo que muchas veces puedo llegar a ser.

Fue entonces cuando puse mi MP3 y añadí el elemento principal de toda gran película: la banda sonora. Los ruidos del entorno se transformaron súbitamente en una gran música, al igual que en las películas en que de repente todo sonido cesa y da paso a una banda sonora que ocupa descaradamente todo el protagonismo, una Ainulindalë que parece una cosa con verdadera sustancia, el elemento principal. Me acuerdo que, precisamente, estaba escuchando la música de algunas películas, y así fue como en ese estado tan peculiar comenzó a sonar el Tema de Mathilde de Angelo Badalamenti, de la película Largo domingo de noviazgo, y tras ese increíble y único corte, pasé a escuchar Andúril de Howard Shore, de El retorno del rey, para finalizar con la no menos bella For the love of a Princess de James Horner, de Braveheart, tema excepcionalmente bello y triste a la par.

La combinación de todos los elementos descritos, y al llegar al momento de este último tema a partir del minuto 2:25, fue demasiado para mi. Comencé a llorar. La grandiosidad de la música, el estímulo de mis sentidos, la enorme belleza de lo que veía, de la calma y la vida que me invadían, de los dulces olores que percibía... sobrepasaron el límite de mi sensibilidad. Y así seguí durante unos minutos, llorando. Y me sentí bien, fue algo muy especial.

Recuperarme de ese trance me llevó un buen rato, pero tuve que volver a la cotidianidad, perder esa sensación etérea. Es bonito poder llegar de forma inesperada a momentos en los que te puedes evadir y, sin grandes alardes, hacer apología del sentir interior y del poder de la vida que todos llevamos dentro, a veces más o menos adormecido.

No sé por qué os cuento esto... no tengo otra razón que decir salvo, simplemente, que yo soy así. ¡Qué le vamos a hacer!.

Un abrazo.

2 comentarios:

Frank Palacios dijo...

NENA:
Esa camiseta tuya, no me la pondría ¡¡¡ni aunque me emborracharan con polemos caribeños de temporada!!!

¿Qué pretendes? ¿Salir en el próximo vídeo de La Terremoto de Alcorcón?

¡¡¡K JORROR!!!
¡¡¡POR DIOR Y CAROLINA HERRERA!!!

Anónimo dijo...

Bellísimo relato.. y nada! gracias por ser así ;)

Ivonne..