Mi primer (más bien segundo si contamos la noche pre-hawai) día en Los Angeles comenzó muy, muy cansado. Bigbro y yo llegamos a LAX sobre las 6 de la mañana, hora local, y llegamos a la habitación sobre las 7 debido a un pequeño percance con mi maleta: vamos, que se rompió en el trayecto. Fuimos a reclamar y me dieron una completamente nueva y bastante mejor que la que llevaba, jejeje.
Tras dormir hasta las 13:00 horas más o menos, decidimos comenzar nuestro periplo californiano: volvimos al aeropuerto para recoger nuestro coche (cochazo, que en USA no se andan con tonterías) equipado con un GPS que nos dió muchas alegrías pero también muchos disgustos en los días posteriores.
Reconozco que eso de conducir por LA me daba bastante respeto, pero tras haberme acostumbrado a conducir por Hawai ya no estaba tan asustado. Y de hecho, cuando entré con el coche por las casas de los famosos en Beverly Hills me parecía estar yo mismo dentro de una película. Y ahí empecé a ver de qué iba esta ciudad: excesos y podredumbre. O lo que es lo mismo, cómo pasar de estar en barrios con una ostentación que roza casi el ridículo a calles que parecían abandonadas a su suerte desde mucho tiempo atrás, de una manzana a otra. Así es LA: eres ganador o eres perdedor, como diría Greg Kinnear en Pequeña Miss Sunshine.
En todo caso, nosotros nos dirigimos a la zona de Sunset Boulevard, que resultó ser enormemente grande y, por qué no decirlo, aburrida y decepcionante. Lo único que tenía interesante eran las (inaccesibles) tiendas de lujo y una zona de cafés bastante chula donde disfrutamos de un delicioso y enorme capuccino que nos recordó casi a los europeos.