Salió de casa. De un arrebato, como siempre suelen suceder estas cosas. Rodeado de mucha gente, en un ambiente distendido, afable, lleno de gente que le quería y deseaba su compañía. Era insoportable. No podía comprender cómo era posible que no lo vieran, que no lo comprendieran.
Estaba solo. En medio de toda esa gente, de esas luces, de esa alegría, no podía respirar, pensar… ni siquiera sabía ni donde estaba ni dónde se encontraba. La rabia, la ira y la impotencia se fueron comiendo progresivamente su corazón, hasta que estalló. Se levantó y gritó un sonoro ¡Me voy! ante la atónita mirada de los presentes, que le rogaron que se quedara. Era medianoche y hacía frío, pero debía marcharse. No soportaba tanta alegría que no tenía razón de ser.
Andando por la calle, con todo el mundo en sus casas disfrutando de una velada de calor y familia, él en cambio solo podía ver el vaho del aire que salía de sus pulmones. Se dirigió al coche y empezó a conducir a la deriva. Finalmente terminó por aparcar en un sitio céntrico, y comenzó a andar. Veía luces, veía gente que hablaba, que reía, que deambulaba como él pero de un modo diferente, como si no fueran capaces de ver que el mundo había terminado.
Porque el mundo había terminado. ¿Por qué esos necios no se daban cuenta de que el mundo había llegado a su fin? ¿Por qué sonreían? ¿Por qué no se tiraban al suelo presas del pánico y lloraban? ¿Por qué había luces? ¿Por qué había música? ¿Por qué nadie llevaba el duelo sobre sí?
El mundo se había acabado y solo él lo sabía. Siguió andando durante ¿una, dos horas?. Y cuanto más veía la indiferencia de la gente, más en el limbo se encontraba. Desubicado, aturdido, confuso y totalmente destrozado, cayó de rodillas al suelo y empezó a llorar desconsoladamente. Amargado ante la indiferencia de su entorno, donde hasta los elementos parecían burlarse de su extremo dolor, se dio asco a sí mismo y, a duras penas, se levantó. Nadie le había visto caer. Pero conforme iba de vuelta a su coche, la gente que pasaba delante de él le veía llorar con absoluta indiferencia. Él no buscaba llamar la atención de nadie, pero le resultó realmente descorazonador. El mundo se había detenido y además estaba absolutamente solo.
Las sombras de la noche inundaron sórdidamente las calles por las que pasaba. El reflejo de las luces en el agua del suelo convertían la vista en una aterradora imagen de contrastes entre fuego y oscuridad. El mundo ardía, su corazón perecía y su alma ya estaba extinta.
Qué patético se sentía. Una sombra de persona, una suerte de alma perdida. Estaba abandonado a su suerte y nadie podría ayudarle. Y eso, posiblemente, era lo más humillante de todo.
Pasaron los años. La tormenta amainó. Su corazón volvió a latir, fruto de las causalidades de la vida en sí, de su esencia y de sus giros. Recuperado, con la luz de la vida de nuevo en sus ojos, volvió a recorrer solo de noche las mismas calles que le habían visto, literal y figuradamente, besar el suelo.
Fue solo entonces, cuando todo había concluido y mirar atrás, que no hubiera querido dejar de vivir, y que nunca lo haría por difícil que se pusieran las cosas. Volvió a ver las luces de su ciudad como una bendición, sus calles como sus aliadas, sus gentes como sus compañeros.
Una vez todo volvió a estar en calma, y las aguas de su vida amainadas, miró hacia la tormenta con un casi morboso sentimiento de nostalgia. Solo entonces, en ese momento, se dio cuenta de que no hubiera cambiado nada de lo que ocurrió y le hizo ver el mundo de un modo tan deforme. Le puso la piel dura. Le ayudó a afrontar el futuro.
Aunque fuera con cicatrices que a veces escocieran, era feliz con todo lo que le había pasado, y solamente tendría una sonrisa para esos momentos y las personas implicadas en ellos.
Sentenció esa corriente de pensamientos y sensaciones con una frase de la película Las horas que siempre atesoraba consigo: La vida hay que mirarla a la cara, y quererla por lo que es.
Estaba solo. En medio de toda esa gente, de esas luces, de esa alegría, no podía respirar, pensar… ni siquiera sabía ni donde estaba ni dónde se encontraba. La rabia, la ira y la impotencia se fueron comiendo progresivamente su corazón, hasta que estalló. Se levantó y gritó un sonoro ¡Me voy! ante la atónita mirada de los presentes, que le rogaron que se quedara. Era medianoche y hacía frío, pero debía marcharse. No soportaba tanta alegría que no tenía razón de ser.
Andando por la calle, con todo el mundo en sus casas disfrutando de una velada de calor y familia, él en cambio solo podía ver el vaho del aire que salía de sus pulmones. Se dirigió al coche y empezó a conducir a la deriva. Finalmente terminó por aparcar en un sitio céntrico, y comenzó a andar. Veía luces, veía gente que hablaba, que reía, que deambulaba como él pero de un modo diferente, como si no fueran capaces de ver que el mundo había terminado.
Porque el mundo había terminado. ¿Por qué esos necios no se daban cuenta de que el mundo había llegado a su fin? ¿Por qué sonreían? ¿Por qué no se tiraban al suelo presas del pánico y lloraban? ¿Por qué había luces? ¿Por qué había música? ¿Por qué nadie llevaba el duelo sobre sí?
El mundo se había acabado y solo él lo sabía. Siguió andando durante ¿una, dos horas?. Y cuanto más veía la indiferencia de la gente, más en el limbo se encontraba. Desubicado, aturdido, confuso y totalmente destrozado, cayó de rodillas al suelo y empezó a llorar desconsoladamente. Amargado ante la indiferencia de su entorno, donde hasta los elementos parecían burlarse de su extremo dolor, se dio asco a sí mismo y, a duras penas, se levantó. Nadie le había visto caer. Pero conforme iba de vuelta a su coche, la gente que pasaba delante de él le veía llorar con absoluta indiferencia. Él no buscaba llamar la atención de nadie, pero le resultó realmente descorazonador. El mundo se había detenido y además estaba absolutamente solo.
Las sombras de la noche inundaron sórdidamente las calles por las que pasaba. El reflejo de las luces en el agua del suelo convertían la vista en una aterradora imagen de contrastes entre fuego y oscuridad. El mundo ardía, su corazón perecía y su alma ya estaba extinta.
Qué patético se sentía. Una sombra de persona, una suerte de alma perdida. Estaba abandonado a su suerte y nadie podría ayudarle. Y eso, posiblemente, era lo más humillante de todo.
Pasaron los años. La tormenta amainó. Su corazón volvió a latir, fruto de las causalidades de la vida en sí, de su esencia y de sus giros. Recuperado, con la luz de la vida de nuevo en sus ojos, volvió a recorrer solo de noche las mismas calles que le habían visto, literal y figuradamente, besar el suelo.
Fue solo entonces, cuando todo había concluido y mirar atrás, que no hubiera querido dejar de vivir, y que nunca lo haría por difícil que se pusieran las cosas. Volvió a ver las luces de su ciudad como una bendición, sus calles como sus aliadas, sus gentes como sus compañeros.
Una vez todo volvió a estar en calma, y las aguas de su vida amainadas, miró hacia la tormenta con un casi morboso sentimiento de nostalgia. Solo entonces, en ese momento, se dio cuenta de que no hubiera cambiado nada de lo que ocurrió y le hizo ver el mundo de un modo tan deforme. Le puso la piel dura. Le ayudó a afrontar el futuro.
Aunque fuera con cicatrices que a veces escocieran, era feliz con todo lo que le había pasado, y solamente tendría una sonrisa para esos momentos y las personas implicadas en ellos.
Sentenció esa corriente de pensamientos y sensaciones con una frase de la película Las horas que siempre atesoraba consigo: La vida hay que mirarla a la cara, y quererla por lo que es.