La tarde iba tocando a su fin en la mágica, inigualable playa de Bascuas. El día había sido benévolo: despejado, claro y limpio como el agua cristalina. El sol comenzaba a despedirse mientras, emocionado, llegué de nuevo a esa costa que tanto me llena, tanto aprecio y tanto anhelo. Porque todo acaba y empieza allí, a la orilla del mar. Escuché un rumor distante que me llamaba. Era un sonido especial, casi indistinguible, pero que claramente se desplazaba junto con el de las olas y el del viento. La casi hipnotizante cristalinidad y calma del agua conforme se acercaba a tierra firme era tan hermosa que era imposible no quedarse absoluta y totalmente pasmado.
El cielo, anaranjándose segundo a segundo, ofrecía un espectáculo visual inigualable, con millones de matices degustables por incluso el ojo menos exquisito. La tierra, la espuma, las costas distantes, el viento, el cielo, la bóveda suspendida en lo alto, el sol, la luna, las estrellas e incluso yo mismo éramos una misma cosa. Elementos absolutamente discordantes en perfecta armonía. El viento me helaba cálidamente, el reflejo de la pálida luz se reflectaba con profundidad en mis pupilas. Las lágrimas brotaron irremediablemente ante tal colapso de sensaciones.
En un flash de inmediata llegada, volví atrás en el tiempo. Viví el presente. Intuí el futuro. Ahí, solo, mirando a ese crepúsculo de inconmensurable belleza, lamenté lo perdido, me alegré por lo vivido, me encontré de nuevo con la persona que no siempre alcanzo a ser. Agua, viento, arena, carne, sangre, recuerdos, vida entremezclados en una combinación de puro elixir de existencia superlativa. Ahí me encontraba yo, rodeado de esa nada y ese todo, llorando. Feliz, triste y vivo… una vez más.
Y cuando menos lo esperaba, unos brazos me rodearon y abrazaron. Cuando ocurrió, me di cuenta de que era mucho más que un simple abrazo: acababan de tocar mi alma.
Allí, en Bascuas, donde todo es principio y fin, donde se manifiesta la esencia de la vida.
Un abrazo.
El cielo, anaranjándose segundo a segundo, ofrecía un espectáculo visual inigualable, con millones de matices degustables por incluso el ojo menos exquisito. La tierra, la espuma, las costas distantes, el viento, el cielo, la bóveda suspendida en lo alto, el sol, la luna, las estrellas e incluso yo mismo éramos una misma cosa. Elementos absolutamente discordantes en perfecta armonía. El viento me helaba cálidamente, el reflejo de la pálida luz se reflectaba con profundidad en mis pupilas. Las lágrimas brotaron irremediablemente ante tal colapso de sensaciones.
En un flash de inmediata llegada, volví atrás en el tiempo. Viví el presente. Intuí el futuro. Ahí, solo, mirando a ese crepúsculo de inconmensurable belleza, lamenté lo perdido, me alegré por lo vivido, me encontré de nuevo con la persona que no siempre alcanzo a ser. Agua, viento, arena, carne, sangre, recuerdos, vida entremezclados en una combinación de puro elixir de existencia superlativa. Ahí me encontraba yo, rodeado de esa nada y ese todo, llorando. Feliz, triste y vivo… una vez más.
Y cuando menos lo esperaba, unos brazos me rodearon y abrazaron. Cuando ocurrió, me di cuenta de que era mucho más que un simple abrazo: acababan de tocar mi alma.
Allí, en Bascuas, donde todo es principio y fin, donde se manifiesta la esencia de la vida.
Un abrazo.