Ya ha llegado el soporífero verano. Dentro de todo el amplio abanico de incomodidades que conlleva (anoche no pude apenas pegar ojo por culpa del maldito calor, por ejemplo) existe alguna ventaja en su día a día: por ejemplo, desde hoy disfruto de mi ansiada jornada de verano, en la cual trabajaré todos los días de 8 a 15 horas más o menos.
Hoy me voy a ir a nadar en cuanto salga de aquí. Acudiré raudo a la piscina municipal a chapotear un ratito, de modo que pasaré buena parte del mediodía de lo más fresquito. ¡Es un panorama excelente!. Y así, de paso, hago algo de ejercicio que buena falta me hace.
Aún así, no todo son alegrías. El pasado viernes, que siempre es de jornada continua, tuve que quedarme en el trabajo hasta las 18 horas por una de esas estúpidas, incoherentes y ridículas exigencias de mi jefe. Lo más gracioso es que él se marchó por ahí, me llamaba para pedirme datos, y él a su vez se encargaba de llamar al director general para ponerse él la medalla de trabajador entregado.
Hoy, mi maravilloso jefe ya ha anunciado que él se quedará por las tardes para vigilar el cotarro. No me gustaría ser demasiado ácido si digo lo que realmente pienso que va a hacer por aquí... así que bastará con que diga que creo certeramente que no va a ponerse a trabajar, precisamente.
Pero os aseguro que más de una tarde me tendré que quedar aquí a hacer el gilipollas, tan solo porque ciertas personas que no tienen vida propia son incapaces de pensar que otros sí la tienen... o aunque no la tengan, no les apetece pasar su tiempo libre por derecho en una oficina encerrado.
Tengo muchos planes para estos días. Me apetece darme paseos largos con mi novio por Madrid, hacer compras, excursiones, mucho cine, leer...
Ojala pueda cumplir todos estos propósitos!