Quince son los años que separan las imágenes de las caras de arriba y las de los recuadros de debajo (podéis verla a pantalla completa haciendo click sobre ella). Quince años en los que en algunos casos no habíamos sabido el uno del otro, pocas cosas o en los que como mucho solamente nos habíamos cruzado por la calle. En otros, afortunadamente, la amistad no hizo sino crecer.
Y es aquí en este punto, en nuestros 28-29 años y en los que gracias a las redes sociales como Facebook, once de los antaño compañeros de clase de toda la EGB del colegio volvieron a reunirse por una noche. Para recordar los viejos tiempos, para comprobar qué había sido de cada uno de nosotros, para divertirnos y comprobar si nuestros "yo" adultos congeniaban. Y vaya si lo hicieron. Bastaron 5 minutos, algo de sorpresa y un par de comentarios para entrar en calor. Dany, el único con quien había mantenido una relación permanente de amistad desde que dejamos el colegio, fue con quien acudí en primera instancia. La verdad es que estabamos un poco nerviosos.
Las chicas estaban todas guapísimas. Los chicos habíamos también mejorado mucho (excepto un servidor, más gordito y calvo que como me recordarían). Nos fuimos a un restaurante de Chueca a cenar y ahí empezamos a hablar de todo. Había conversación no para una noche, sino para muchas. Que si a qué te dedicas ahora, que si dónde vives, que qué hiciste después del cole, que si ahora te has casado, que si tienes niños (¡Patricia está embarazada!) y la retrospectiva inevitable... que si te acuerdas de fulanito, que si recuerdas lo de la profesora de mates, las millones de anécdotas de los recreos, de los motes, de los abusones, de lo lelo o espabilado que eras de pequeño...
Y es aquí en este punto, en nuestros 28-29 años y en los que gracias a las redes sociales como Facebook, once de los antaño compañeros de clase de toda la EGB del colegio volvieron a reunirse por una noche. Para recordar los viejos tiempos, para comprobar qué había sido de cada uno de nosotros, para divertirnos y comprobar si nuestros "yo" adultos congeniaban. Y vaya si lo hicieron. Bastaron 5 minutos, algo de sorpresa y un par de comentarios para entrar en calor. Dany, el único con quien había mantenido una relación permanente de amistad desde que dejamos el colegio, fue con quien acudí en primera instancia. La verdad es que estabamos un poco nerviosos.
Las chicas estaban todas guapísimas. Los chicos habíamos también mejorado mucho (excepto un servidor, más gordito y calvo que como me recordarían). Nos fuimos a un restaurante de Chueca a cenar y ahí empezamos a hablar de todo. Había conversación no para una noche, sino para muchas. Que si a qué te dedicas ahora, que si dónde vives, que qué hiciste después del cole, que si ahora te has casado, que si tienes niños (¡Patricia está embarazada!) y la retrospectiva inevitable... que si te acuerdas de fulanito, que si recuerdas lo de la profesora de mates, las millones de anécdotas de los recreos, de los motes, de los abusones, de lo lelo o espabilado que eras de pequeño...
La cena se terminó cuando nos echaron del restaurante. La terracita posterior se terminó cuando cerraron el local. La noche terminó casi al alba en un after, y yo en concreto porque una hora más tarde yo debía tomar un tren. Pero lo estábamos pasando tan, pero que tan bien que yo no quería que terminara. Y fue después, terminado el desmadre, las risas y la alegría cuando me dio por pensar en porqué personas que no se han visto en tantos años podían pasárselo tan bien de manera espontanea.
Se dieron varios factores, evidentemente, pero a mí me gusta pensar en el concepto del vínculo insustituíble. Estas personas (mas los que lamentablemente fallaron en el último momento) puede que en su momento no fueran más que compañeros de clase, en momentos de tu infancia, de tu formación como persona a todos los niveles, y ya se sabe que a esas edades las relaciones son complicadas, porque los niños somos así.
Pero la infancia es, posteriormente, la etapa de tu vida que recuerdas con mayor nostalgia y alegría, y estas personas, estos compañeros de clase y antaño amigos tuyos comparten contigo mucho más profundo que otras personas que posteriormente puedan unirse a tu vida: son herederos indirectos, testigos inmediatos de una etapa especial de tu vida. Porque la infancia se guarda en la memoria como un tesoro, y reencontrarse con ella es una sensación siempre cálida, reconfortante, de sosiego y alegría. El pasado viernes me reencontré con las versiones adultas de mis entonces compañeros, con los que no con todos acababa de congeniar. Pero se juntó lo mejor de la infancia con lo mejor de la edad adulta. Los vínculos insustituíbles hicieron efecto y, en poco tiempo, volvimos a ser los alumnos del República. Volvíamos a hacer fila en las columnas de los soportales, volvíamos a aprendernos las nombres de los compañeros a fuerza de pasar lista dos veces al día, a meternos con la profesora de mates, a jugar al fútbol o a la comba, a comernos el asqueroso puré de verduras que ponían en el comedor escolar. Y dejamos de lado todo aquello que por la propia definición de la infancia nos separaba entonces. Y lo mejor es que no dio tiempo a que lo que por la propia definición de la edad adulta nos separara empezara a hacer efecto.
Lo cierto es que fue una noche muy especial para mi, y que recordaré con mucho afecto en el tiempo venidero. Es posible que no se repita o es posible que sí. Yo prefiero no pensar demasiado en ello, y dejar simplemente que ocurra lo que tenga que ocurrir, porque ha sido precisamente la espontaneidad de esta reunión lo que la ha hecho tan especial.
Tan solo me resta dar las gracias de corazón a mis compañeros, a Víctor, Arantxa, Raúl, Joaquín, Dany, Patricia, Marisol, Zulema y Rosa (y al marido de Patricia, Rubén, que estuvo presente también) por una velada memorable. Gracias compañeros. Gracias porque, de un modo u otro, siempre vais a ser una parte de mi.
Se dieron varios factores, evidentemente, pero a mí me gusta pensar en el concepto del vínculo insustituíble. Estas personas (mas los que lamentablemente fallaron en el último momento) puede que en su momento no fueran más que compañeros de clase, en momentos de tu infancia, de tu formación como persona a todos los niveles, y ya se sabe que a esas edades las relaciones son complicadas, porque los niños somos así.
Pero la infancia es, posteriormente, la etapa de tu vida que recuerdas con mayor nostalgia y alegría, y estas personas, estos compañeros de clase y antaño amigos tuyos comparten contigo mucho más profundo que otras personas que posteriormente puedan unirse a tu vida: son herederos indirectos, testigos inmediatos de una etapa especial de tu vida. Porque la infancia se guarda en la memoria como un tesoro, y reencontrarse con ella es una sensación siempre cálida, reconfortante, de sosiego y alegría. El pasado viernes me reencontré con las versiones adultas de mis entonces compañeros, con los que no con todos acababa de congeniar. Pero se juntó lo mejor de la infancia con lo mejor de la edad adulta. Los vínculos insustituíbles hicieron efecto y, en poco tiempo, volvimos a ser los alumnos del República. Volvíamos a hacer fila en las columnas de los soportales, volvíamos a aprendernos las nombres de los compañeros a fuerza de pasar lista dos veces al día, a meternos con la profesora de mates, a jugar al fútbol o a la comba, a comernos el asqueroso puré de verduras que ponían en el comedor escolar. Y dejamos de lado todo aquello que por la propia definición de la infancia nos separaba entonces. Y lo mejor es que no dio tiempo a que lo que por la propia definición de la edad adulta nos separara empezara a hacer efecto.
Lo cierto es que fue una noche muy especial para mi, y que recordaré con mucho afecto en el tiempo venidero. Es posible que no se repita o es posible que sí. Yo prefiero no pensar demasiado en ello, y dejar simplemente que ocurra lo que tenga que ocurrir, porque ha sido precisamente la espontaneidad de esta reunión lo que la ha hecho tan especial.
Tan solo me resta dar las gracias de corazón a mis compañeros, a Víctor, Arantxa, Raúl, Joaquín, Dany, Patricia, Marisol, Zulema y Rosa (y al marido de Patricia, Rubén, que estuvo presente también) por una velada memorable. Gracias compañeros. Gracias porque, de un modo u otro, siempre vais a ser una parte de mi.
Un abrazo.