Luisa es mi abuela. Mi entrañable y buena abuela, madre de mi padre. Siempre he estado muy unido a ella, más que al resto de mis abuelos.
Cuando era niño la veía muy a menudo, siempre estaba presente… y yo era “su” Dani, el primero de sus nietos, y me quería con locura. Tanto como yo a ella. Recuerdo largos veranos en Escalona, cuando la acompañaba a comprar. Recuerdo cuando hablábamos en las horas de siesta mientras mi padre y tíos dormían. En Madrid, me gustaba pasar fines de semana en su casa y ver películas con ella. Y la acompañaba gustoso a hacer los recados.
Cuando me hice algo más mayor, mi instituto quedaba cerca de su casa. Iba a comer allí todos los días cuando salía de clase. Siempre me quejaba porque le decía que me hacía mucha comida y me iba a poner como un ceporro…
Cuando mi padre murió, sufrió mucho y reflejó todo su afecto en mi. Y yo no la decepcioné. Según fue pasando el tiempo, nuestra relación abuela-nieto fue más estrecha aún, pues nos consolábamos mutuamente. Yo siempre presumía de abuela: decía que era la mejor del mundo. No importó que yo empezara a vivir mi propia vida y, evidentemente, pasara menos tiempo con ella. Ahí estábamos, el uno para el otro.
Siempre me aceptó como soy. Pese a su edad y que siempre fue “chapada a la antigua”, aceptó de buen grado mi homosexualidad y todas las cosas que han venido después de eso.
El último año la he visto poco, o lo estrictamente necesario, aunque hemos hablado mucho por teléfono y siempre nos hemos tenido al tanto… la penúltima vez que la vi fui a cenar a su casa y le enseñé las fotos de Nueva York. Me decía “hijo mío, viaja, que yo nunca he salido de aquí…” y yo bromeaba y la decía “yo te tengo que sacar algún fin de semana a Londres”. Y el pasado 1 de noviembre la vi por última vez en la comida que hicimos en su casa como todos los años el día de todos los santos. ¡¡Por poco no la dije adiós!!. Nos íbamos todos y ella había bajado al parque con los nietos pequeños. Estaba diciéndole a los tíos “Decidle a la abuela que la la vengo a ver un día de estos”. Pero la vi a lo lejos que llegaba y decidí esperar. Allí la di un fuerte abrazo y le dije que nos veíamos pronto. Qué equivocado estaba…
Ayer por la tarde recibí la fatídica llamada. Mi abuela había fallecido súbitamente a causa de una embolia pulmonar.
Entre ayer y hoy no he hecho sino vivir una pesadilla tras otra y entre medias he estado en una especie de lapso entre la tristeza, la incredulidad y la negación. He tenido a mucha gente cerca de mi, y no puedo quejarme: no he dejado de tener pruebas de amor y de cariño. Pero el dolor que tengo es extraño: aún no lo creo, tras haber sido testigo incluso de todo lo que he visto. Y sé que este dolor, según vaya comprendiéndolo y entendiendo su profundidad, y mi mente empiece a asumir su marcha, se hará más singular y profundo. Y me siento triste, abatido, como pocas veces he estado en la vida. Seguramente pocas veces sentiré este sufrimiento tan grande.
Estoy aquí, en casa, escribiendo estas palabras con una mezcla de sentimientos que soy incapaz de describir, como mi propio estado. De hecho, no creo ser capaz de escribir más palabras de las que he escrito ahora mismo.
La quiero. Siempre la querré. Apenas puedo creer que ya no esté.