Erase una vez había un rey muy poderoso que reinaba en un grandísimo reino. Este se enorgullecía de ser uno de los más bellos y hermosos de todo el mundo, y su esplendor y majestuosidad eran conocidos en todas partes.
Ocurrió un día que el rey recibió la noticia de que en un plazo de dos años recibiría como huésped al príncipe otro gran reino, algo que si bien le proporcionó mucha alegría también le trajo preocupación, porque él estaba muy orgulloso de su reino y quería dejar impresionado al príncipe, y deseaba en lo más profundo de su corazón que este tuviera que reconocer la superioridad de su reino frente al de él.
Se le ocurrió entonces que podría construir un enorme y hermoso jardín en la zona céntrica de la capital del reino, el más glorioso que hubiera existido nunca en el mundo, y para ello llamó a uno de sus Generales de mayor confianza para encargarle la labor de construcción.
Este aceptó con mucha ilusión el cometido de su rey, y contrató a muchos obreros para que empezaran la construcción del jardín. Estos, de igual modo, aceptaron de buen grado el encargo y, sabiendo que había dos años por delante, pensaron en todos los más pequeños detalles para hacer ese jardín aún más hermoso de lo que se había propuesto el rey. Querían complacerle, y ellos mismos encontraban gozo en hacer algo tan hermoso. Y así, siendo todos felices y llenos de ilusión, comenzó el proceso de construcción.
Cuando hubo transcurrido un año desde ese día, el jardín estaba quedando realmente bello, superando todas las expectativas puestas en él. Pero entonces el rey recibió una nueva carta del príncipe, confirmando que su visita se adelantaba y que llegaría al reino en un plazo de tres meses. El rey quedó perturbado acerca de la construcción del jardín, y preguntó al general si este estaría terminado en ese tiempo.
Con toda honestidad, el general llevaba bastante tiempo desvinculado del proceso de construcción, ya que aún quedaba mucho tiempo y, sinceramente, tenía mejores cosas que atender en el día a día. Pero como era un hombre orgulloso y no quería reconocer ante el rey que no sabía nada del asunto, además de tener la certeza de que, fuese como fuese, el trabajo quedaría terminado, contestó al rey con un rotundo Sí, por supuesto.
El general se dirigió a los obreros para comunicarles la noticia, y estos quedaron consternados, indignados y extremadamente acongojados. Lo que el general les pedía era imposible, a menos que se deslomaran día y noche en sus respectivas obligaciones. Pero el general se mostró impasible y, en tono intimidatorio, recordó a los trabajadores que su sustento dependía de la correcta realización de su trabajo.
El día a día de los obreros se convirtió en un infierno, y con el cuerpo y alma doloridos siguieron trabajando hasta que perdieron toda ilusión en el objetivo final. Ya no les importaba pensar que estaban creando algo hermoso, tan solo que vivían para trabajar y que a nadie parecía importarle su sufrimiento. No veían a su familia, se les ennegrecía el corazón, empezaron los recelos entre ellos, los odios, las enemistades, las quejas...
Cuando todo hubo terminado el jardín quedó finalizado en verdad, pero no con la forma que ellos esperaban. La impresión que daba este jardín cuando uno paseaba por él era de carácter muy peculiar: era como observar un diamante gigante y hermoso que no había sido totalmente pulido. Y es que, cuando se trabaja en una labor sin ilusión, nunca pueden quedar las cosas igual que cuando se tiene.
El príncipe visitó el jardín y le comunicó al rey esta misma opinión. Y el rey no llegó nunca a entender el por qué las cosas habían salido de ese modo. No era una derrota, pues evidentemente el príncipe (que era mucho más sabio y perspicaz de lo que el rey había pensado) reconocía la parte de la labor bien hecha, pero desde luego no quedó extremadamente sorprendido como él deseaba.
Pues, ¿llegó el rey, desde su alto trono en el palacio, conocer en algún momento el sufrimiento y la angustia de los obreros?. No, jamás se molestó. Delegó su idea y ahí terminó todo trabajo y responsabilidad para él, si es que la tuvo alguna vez. Es más, ni el despreocupado general llegó a ver en el día a día este sufrimiento, ni siquiera le importaba. En su egoísmo, sentenció a mucha gente que ni siquiera conocía a una vida miserable, aunque fuera por corto tiempo. Pero hizo mucho más grave que eso: arrancó la ilusión de toda esa gente. Y jamás quiso reconocer lo que había hecho, ni se llegó a dar cuenta de ello. Solo quería su propia gloria sin tener en cuenta las consecuencias.
Si el rey se hubiera molestado en conocer qué pasaba en ese jardín durante su construcción, si hubiera proporcionado más ayuda, y si se hubiera dado cuenta de los verdaderos colores de su general, todo habría sido muy distinto. Lo mismo ocurre con el general: si no hubiera sido tan egoísta y hubiera hablado sinceramente con el rey, o con cierto conocimiento de causa, también las cosas hubieran ido mucho mejor.
¿De quién es, por tanto, la culpa?. ¿Del rey por no querer conocer la situación?. ¿Del General por su falta de implicación y honestidad?. ¿O de los obreros por aletargarse y no prever que algo así podía ocurrir?.
No lo sé, es sinceramente una pregunta sin respuesta. Al final sólo quedan dos cosas, únicamente dos: el resultado final y el sufrimiento padecido para obtenerlo (y aquí, los obreros se llevan la peor parte). Por desgracia, lo demás no cuenta, o pasa de largo, o queda en el olvido.
Un abrazo.
Ocurrió un día que el rey recibió la noticia de que en un plazo de dos años recibiría como huésped al príncipe otro gran reino, algo que si bien le proporcionó mucha alegría también le trajo preocupación, porque él estaba muy orgulloso de su reino y quería dejar impresionado al príncipe, y deseaba en lo más profundo de su corazón que este tuviera que reconocer la superioridad de su reino frente al de él.
Se le ocurrió entonces que podría construir un enorme y hermoso jardín en la zona céntrica de la capital del reino, el más glorioso que hubiera existido nunca en el mundo, y para ello llamó a uno de sus Generales de mayor confianza para encargarle la labor de construcción.
Este aceptó con mucha ilusión el cometido de su rey, y contrató a muchos obreros para que empezaran la construcción del jardín. Estos, de igual modo, aceptaron de buen grado el encargo y, sabiendo que había dos años por delante, pensaron en todos los más pequeños detalles para hacer ese jardín aún más hermoso de lo que se había propuesto el rey. Querían complacerle, y ellos mismos encontraban gozo en hacer algo tan hermoso. Y así, siendo todos felices y llenos de ilusión, comenzó el proceso de construcción.
Cuando hubo transcurrido un año desde ese día, el jardín estaba quedando realmente bello, superando todas las expectativas puestas en él. Pero entonces el rey recibió una nueva carta del príncipe, confirmando que su visita se adelantaba y que llegaría al reino en un plazo de tres meses. El rey quedó perturbado acerca de la construcción del jardín, y preguntó al general si este estaría terminado en ese tiempo.
Con toda honestidad, el general llevaba bastante tiempo desvinculado del proceso de construcción, ya que aún quedaba mucho tiempo y, sinceramente, tenía mejores cosas que atender en el día a día. Pero como era un hombre orgulloso y no quería reconocer ante el rey que no sabía nada del asunto, además de tener la certeza de que, fuese como fuese, el trabajo quedaría terminado, contestó al rey con un rotundo Sí, por supuesto.
El general se dirigió a los obreros para comunicarles la noticia, y estos quedaron consternados, indignados y extremadamente acongojados. Lo que el general les pedía era imposible, a menos que se deslomaran día y noche en sus respectivas obligaciones. Pero el general se mostró impasible y, en tono intimidatorio, recordó a los trabajadores que su sustento dependía de la correcta realización de su trabajo.
El día a día de los obreros se convirtió en un infierno, y con el cuerpo y alma doloridos siguieron trabajando hasta que perdieron toda ilusión en el objetivo final. Ya no les importaba pensar que estaban creando algo hermoso, tan solo que vivían para trabajar y que a nadie parecía importarle su sufrimiento. No veían a su familia, se les ennegrecía el corazón, empezaron los recelos entre ellos, los odios, las enemistades, las quejas...
Cuando todo hubo terminado el jardín quedó finalizado en verdad, pero no con la forma que ellos esperaban. La impresión que daba este jardín cuando uno paseaba por él era de carácter muy peculiar: era como observar un diamante gigante y hermoso que no había sido totalmente pulido. Y es que, cuando se trabaja en una labor sin ilusión, nunca pueden quedar las cosas igual que cuando se tiene.
El príncipe visitó el jardín y le comunicó al rey esta misma opinión. Y el rey no llegó nunca a entender el por qué las cosas habían salido de ese modo. No era una derrota, pues evidentemente el príncipe (que era mucho más sabio y perspicaz de lo que el rey había pensado) reconocía la parte de la labor bien hecha, pero desde luego no quedó extremadamente sorprendido como él deseaba.
Pues, ¿llegó el rey, desde su alto trono en el palacio, conocer en algún momento el sufrimiento y la angustia de los obreros?. No, jamás se molestó. Delegó su idea y ahí terminó todo trabajo y responsabilidad para él, si es que la tuvo alguna vez. Es más, ni el despreocupado general llegó a ver en el día a día este sufrimiento, ni siquiera le importaba. En su egoísmo, sentenció a mucha gente que ni siquiera conocía a una vida miserable, aunque fuera por corto tiempo. Pero hizo mucho más grave que eso: arrancó la ilusión de toda esa gente. Y jamás quiso reconocer lo que había hecho, ni se llegó a dar cuenta de ello. Solo quería su propia gloria sin tener en cuenta las consecuencias.
Si el rey se hubiera molestado en conocer qué pasaba en ese jardín durante su construcción, si hubiera proporcionado más ayuda, y si se hubiera dado cuenta de los verdaderos colores de su general, todo habría sido muy distinto. Lo mismo ocurre con el general: si no hubiera sido tan egoísta y hubiera hablado sinceramente con el rey, o con cierto conocimiento de causa, también las cosas hubieran ido mucho mejor.
¿De quién es, por tanto, la culpa?. ¿Del rey por no querer conocer la situación?. ¿Del General por su falta de implicación y honestidad?. ¿O de los obreros por aletargarse y no prever que algo así podía ocurrir?.
No lo sé, es sinceramente una pregunta sin respuesta. Al final sólo quedan dos cosas, únicamente dos: el resultado final y el sufrimiento padecido para obtenerlo (y aquí, los obreros se llevan la peor parte). Por desgracia, lo demás no cuenta, o pasa de largo, o queda en el olvido.
Un abrazo.