Ayer estuve viendo nuevamente esta película de Jonathan Demme, y protagonizada por Tom Hanks y Denzel Washington. Es una de mis películas favoritas desde que la vi por primera vez, cuando tenía 12 años. Recuerdo que la primera vez que vi la película fue en casa de mi abuelo, en VHS. Por aquél entonces, mi madre había comprado uno de esos coleccionables de dos películas en plan oferta de lanzamiento, y estas eran El silencio de los corderos y la película de la que estoy hablando.
Para empezar, es inevitable que me identifique con Tom Hanks en esta película por múltiples razones. Punto uno: es homosexual. Punto 2: tiene el SIDA. Y yo, por fortuna, no tengo esa enfermedad, pero ha estado vinculada a mi vida desde siempre. Y hace poco pasé por una experiencia bastante dura al respecto.
La película habla de un exitoso abogado entregado a su trabajo y que ha sido recientemente promocionado, felicitado por todos sus superiores. Pero es homosexual, y además tiene el SIDA, y esto no lo sabe el resto de la gente hasta que es descubierto. Entonces es despedido mediante un sabotaje de los directivos de la empresa, y con todo su cinismo le acusan de incompetente. Andrew Beckett (Hanks) se embarca entonces en una lucha judicial contra su antigua empresa, mientras la enfermedad le va devorando.
De esta película me gustaría destacar sobre todo el papel de Hanks, que resulta tremendamente humano y sincero, más que todo el elenco de actores que le acompaña (Denzel Washington, salvo en un par de escenas, está insoportable, así como la tediosa Mary Steenburgen). Me gusta también el hecho de que se enfatice al personaje de Hanks como alguien muy familiar, buena persona, y llena de principios. Casi hasta extremos demagógicos. La familia de Hanks está unida y todo es felicidad en ella. La verdad, creo que no existe tal modelo de familia y, si es así, yo no lo conozco.
La película está ambientada en el año 1992, y ayer, al volver a verla, me doy cuenta de cómo han cambiado las cosas en 13 años. Es cierto que la película peca de un exceso de tópico (homófonos muy homófonos, intolerantes completamente intolerantes, gays tremendamente buenos y humanos, relaciones familiares perfectas), pero aún así, veo qué distinto se veía el asunto del SIDA o el mundo Gay por entonces. Hoy por hoy ya no se escuchan muchos de los insultos que proclama esta película, ni la gente está tan desinformada acerca del VIH. Y eso supongo que es bueno, por la parte que me toca.
Porque para mi el ser homosexual ha dejado de ser un problema hace relativamente poco, pues el ambiente en el que he crecido siempre me ha empujado a negarlo. Y eso unido a mi personalidad visceral sólo hicieron que tuviera un serio conflicto conmigo mismo que me llevó a sufrir varias depresiones cuando era adolescente de las cuales nunca hablaba con nadie. Ese tiempo, por suerte, ha quedado muy atrás en mi recuerdo, que no en el tiempo.
Cuando este invierno pasado temí haber contraído el VIH, lo pasé muy mal. Ya he tenido gente en mi familia con la enfermedad, que llegaron a desarrollar hasta... el fin. Y si hubiera sido el caso, la vida que llevo ahora desde hace unos meses quizá llevaría derroteros muy distintos. Me alegro de que no sea así.
Puede que Philadelphia no sea de lejos un modelo de película a seguir (¿y qué película lo es, y quien lo decide?), pero a mi me ha calado toda mi vida, incluso antes de que acontecieran los hechos que me hicieron identificarme con ella. Y a veces, me siento como Tom Hanks cuando relata a Denzel Washington la gloriosa canción de La mamma morta, cantada por la incomparable María Callas.
Porque incluso cuando acontece la escena final de la película, con la familia de Hanks reunida viendo videos de él cuando era pequeño, y suena la tristísima canción de Neil Young, Philadelphia, entre tanto dolor siempre queda la sensación de que el poder de la vida, los sentimientos y el amor están por encima de enfermedades, tabús sociales y familiares, hipocresías religiosas, y, sobre todo, de la ignorancia.
Ya lo decía María Callas en la canción citada: Yo soy el amor.
Un abrazo
Para empezar, es inevitable que me identifique con Tom Hanks en esta película por múltiples razones. Punto uno: es homosexual. Punto 2: tiene el SIDA. Y yo, por fortuna, no tengo esa enfermedad, pero ha estado vinculada a mi vida desde siempre. Y hace poco pasé por una experiencia bastante dura al respecto.
La película habla de un exitoso abogado entregado a su trabajo y que ha sido recientemente promocionado, felicitado por todos sus superiores. Pero es homosexual, y además tiene el SIDA, y esto no lo sabe el resto de la gente hasta que es descubierto. Entonces es despedido mediante un sabotaje de los directivos de la empresa, y con todo su cinismo le acusan de incompetente. Andrew Beckett (Hanks) se embarca entonces en una lucha judicial contra su antigua empresa, mientras la enfermedad le va devorando.
De esta película me gustaría destacar sobre todo el papel de Hanks, que resulta tremendamente humano y sincero, más que todo el elenco de actores que le acompaña (Denzel Washington, salvo en un par de escenas, está insoportable, así como la tediosa Mary Steenburgen). Me gusta también el hecho de que se enfatice al personaje de Hanks como alguien muy familiar, buena persona, y llena de principios. Casi hasta extremos demagógicos. La familia de Hanks está unida y todo es felicidad en ella. La verdad, creo que no existe tal modelo de familia y, si es así, yo no lo conozco.
La película está ambientada en el año 1992, y ayer, al volver a verla, me doy cuenta de cómo han cambiado las cosas en 13 años. Es cierto que la película peca de un exceso de tópico (homófonos muy homófonos, intolerantes completamente intolerantes, gays tremendamente buenos y humanos, relaciones familiares perfectas), pero aún así, veo qué distinto se veía el asunto del SIDA o el mundo Gay por entonces. Hoy por hoy ya no se escuchan muchos de los insultos que proclama esta película, ni la gente está tan desinformada acerca del VIH. Y eso supongo que es bueno, por la parte que me toca.
Porque para mi el ser homosexual ha dejado de ser un problema hace relativamente poco, pues el ambiente en el que he crecido siempre me ha empujado a negarlo. Y eso unido a mi personalidad visceral sólo hicieron que tuviera un serio conflicto conmigo mismo que me llevó a sufrir varias depresiones cuando era adolescente de las cuales nunca hablaba con nadie. Ese tiempo, por suerte, ha quedado muy atrás en mi recuerdo, que no en el tiempo.
Cuando este invierno pasado temí haber contraído el VIH, lo pasé muy mal. Ya he tenido gente en mi familia con la enfermedad, que llegaron a desarrollar hasta... el fin. Y si hubiera sido el caso, la vida que llevo ahora desde hace unos meses quizá llevaría derroteros muy distintos. Me alegro de que no sea así.
Puede que Philadelphia no sea de lejos un modelo de película a seguir (¿y qué película lo es, y quien lo decide?), pero a mi me ha calado toda mi vida, incluso antes de que acontecieran los hechos que me hicieron identificarme con ella. Y a veces, me siento como Tom Hanks cuando relata a Denzel Washington la gloriosa canción de La mamma morta, cantada por la incomparable María Callas.
Porque incluso cuando acontece la escena final de la película, con la familia de Hanks reunida viendo videos de él cuando era pequeño, y suena la tristísima canción de Neil Young, Philadelphia, entre tanto dolor siempre queda la sensación de que el poder de la vida, los sentimientos y el amor están por encima de enfermedades, tabús sociales y familiares, hipocresías religiosas, y, sobre todo, de la ignorancia.
Ya lo decía María Callas en la canción citada: Yo soy el amor.
Un abrazo