Tras el velo de la quietud, de la apacible gentilidad de las apariencias, una fina copa de cristal se hace añicos al caer al suelo. Sus fragmentos se dispersan en el espacio y a través del aire para, caóticamente, acabar en el más insospechados de los lugares de la habitación. Y me temo que, aunque todos ellos acabaran reencontrándose, algo poco probable, ya no sería lo mismo; más bien un remedo, un mal apaño. La belleza inicial se ha perdido para siempre.
Pero ese aroma de indiferencia sigue presente. Nadie, salvo uno, ha visto lo que ha ocurrido. ¿Qué sentido tiene que ocurran cosas que nadie es capaz de percibir, oler, tocar, o lo que es peor… lleguen a importarle siquiera?. Porque muchas veces se trata de eso simplemente: ni queremos, ni hacemos ademán para que nos importe.
En un mundo donde todo es discutible, todo es relativo, y no existe una verdad absoluta respecto a casi nada, todos somos víctimas y verdugos. Pero no lo entendemos. O somos una cosa u otra, pero nunca ambas. Es fácil tildar a alguien de loco o de cuerdo, pero nunca definirle en un punto intermedio. Es fácil ver las desgracias ajenas y observarlas como el que hace lo propio con la ficción en una pantalla de cine, pero el cine es cine; Y cataliza todo el elemento tragicómico de la vida para paliar nuestra necesidad de todos esos grandes sentimientos. Y, consecuentemente, cuando salimos de la sala evitamos todo contacto con ello. Miramos de lado, apartamos la cara, ignoramos lo que tenemos delante.
Somos tan necios que buscamos el autoconvencimiento, la excusa, nuestra propia verdad, el absolutismo inalcanzable. ¡Que el drama no me alcance! Y a su vez, es lo único que nos permite sobrevivir a esa gran espada de doble filo que poseemos: la conciencia. Y lo que hacemos, simplemente, es drogarla, anularla, adormecerla, obviarla. Y así, finalmente, todo recuerdo caerá bajo ese velo de apariencia y olvido. Porque solo así los humanos podemos sobrevivir.
Dicen que existen varios mundos o universos paralelos, y que el peor de todos ellos es el de los humanos. Porque somos presas del peor de los castigos: los sentimientos. Siempre amplificando, siempre decayendo, siempre dentro un constante sube-y-baja y una quimera de imposibilidades, subimos a lo más alto para caer a lo más bajo y volver a empezar una vez más.
La copa se hace añicos y se recompone perdiendo su belleza inicial, pero nadie lo ve. Porque no se quiere ver. Alrededor nuestro, normalmente, solo hay sombras; Nos movemos realmente en un limbo donde sólo apreciamos el viento de lo que se mueve a nuestro alrededor y no somos capaces de sentir lo que tenemos delante de nuestras propias narices. El resto del tiempo es, brevemente, cuando podemos realmente ser nosotros mismos. Un lapsusdemasiado breve, me temo.
¡Me he hecho añicos! ¡Ayudadme a buscar mis fragmentos partidos, por favor! – Decía la copa. Pero las únicas respuestas que recibía eran: o bien el silencio, o bien la mofa, o bien la crueldad, o bien la indiferencia. Al final, acabó buscándolos ella misma como buenamente pudo, invirtiendo todo su tiempo y fuerzas. Porque entendía que era su propia responsabilidad y de nadie más, pero en su corazón hubiera deseado recibir alguna respuesta distinta. De algún modo, eso lo hubiera cambiado todo.
Un abrazo.
Pero ese aroma de indiferencia sigue presente. Nadie, salvo uno, ha visto lo que ha ocurrido. ¿Qué sentido tiene que ocurran cosas que nadie es capaz de percibir, oler, tocar, o lo que es peor… lleguen a importarle siquiera?. Porque muchas veces se trata de eso simplemente: ni queremos, ni hacemos ademán para que nos importe.
En un mundo donde todo es discutible, todo es relativo, y no existe una verdad absoluta respecto a casi nada, todos somos víctimas y verdugos. Pero no lo entendemos. O somos una cosa u otra, pero nunca ambas. Es fácil tildar a alguien de loco o de cuerdo, pero nunca definirle en un punto intermedio. Es fácil ver las desgracias ajenas y observarlas como el que hace lo propio con la ficción en una pantalla de cine, pero el cine es cine; Y cataliza todo el elemento tragicómico de la vida para paliar nuestra necesidad de todos esos grandes sentimientos. Y, consecuentemente, cuando salimos de la sala evitamos todo contacto con ello. Miramos de lado, apartamos la cara, ignoramos lo que tenemos delante.
Somos tan necios que buscamos el autoconvencimiento, la excusa, nuestra propia verdad, el absolutismo inalcanzable. ¡Que el drama no me alcance! Y a su vez, es lo único que nos permite sobrevivir a esa gran espada de doble filo que poseemos: la conciencia. Y lo que hacemos, simplemente, es drogarla, anularla, adormecerla, obviarla. Y así, finalmente, todo recuerdo caerá bajo ese velo de apariencia y olvido. Porque solo así los humanos podemos sobrevivir.
Dicen que existen varios mundos o universos paralelos, y que el peor de todos ellos es el de los humanos. Porque somos presas del peor de los castigos: los sentimientos. Siempre amplificando, siempre decayendo, siempre dentro un constante sube-y-baja y una quimera de imposibilidades, subimos a lo más alto para caer a lo más bajo y volver a empezar una vez más.
La copa se hace añicos y se recompone perdiendo su belleza inicial, pero nadie lo ve. Porque no se quiere ver. Alrededor nuestro, normalmente, solo hay sombras; Nos movemos realmente en un limbo donde sólo apreciamos el viento de lo que se mueve a nuestro alrededor y no somos capaces de sentir lo que tenemos delante de nuestras propias narices. El resto del tiempo es, brevemente, cuando podemos realmente ser nosotros mismos. Un lapsusdemasiado breve, me temo.
¡Me he hecho añicos! ¡Ayudadme a buscar mis fragmentos partidos, por favor! – Decía la copa. Pero las únicas respuestas que recibía eran: o bien el silencio, o bien la mofa, o bien la crueldad, o bien la indiferencia. Al final, acabó buscándolos ella misma como buenamente pudo, invirtiendo todo su tiempo y fuerzas. Porque entendía que era su propia responsabilidad y de nadie más, pero en su corazón hubiera deseado recibir alguna respuesta distinta. De algún modo, eso lo hubiera cambiado todo.
Un abrazo.