Las personas, de un modo u otro, tendemos a actuar de forma ligeramente "demencial", por así decirlo, cuando creemos que algo o alguien que nos importa se nos está escapando de las manos. Por supuesto, unos más o menos que otros, y siempre de acuerdo con la predisposición individual de cada uno de nosotros a tener este tipo de comportamiento. También está el hecho de que esta demencia puede ser más o menos "consciente", es decir, que siempre existe un grado de conocimiento por el cual nos damos cuenta (o no) de lo estúpido o incoherente de nuestros actos.
Entonces aparece el dilema en el cual nos preguntamos si debemos odiarnos por ser personas de sangre tan caliente o, hablando en plata, por "comernos" tanto el coco. Es un sentimiento de culpabilidad que no se puede evitar ni controlar, pero cuando uno lo piensa bien, se da cuenta de que en el fondo se está actuando coherentemente respecto a sus sentimientos, y el problema surge de verdad únicamente cuando los enfrenta a la realidad y ya no los guarda para sí mismo.
A veces me pregunto si las emociones deben guardarse para dentro. A veces, sacar lo que uno lleva dentro supone desencadenar acontecimientos que son llevados y motivados por la confusión, por lo irreal, y no recordamos las cosas que realmente importan.
¿Y qué es lo que realmente importa?. El cariño. No importa el apego. No importa el celo. No importan los problemas del día a día, ni la rutina. Hay que remontarse a los orígenes de un sentimiento puro e inmaculado. El conocimiento de que hay algo que está por encima de todas las cosas mundanas, o que al menos ha existido.
Al final todo se reduce al cariño. Sólo al cariño. Porque de todas las cosas que se pierden o se ganan con el paso del tiempo, y por mucho que cambien las cosas durante el transcurso inexorable del mismo, es lo único que siempre permanece.