Hoy lunes me he levantado antes de que sonara el despertador. Tras pasar una noche francamente dispersa, de dormir pero no de descansar (por nada en particular, la verdad), a las 7:40 he hecho la cama, me he dado una buena ducha y afeitado, y me he ido a trabajar no sin antes ir a echar gasoil al coche y de paso comprarme un par de Croissants recién hechos aprovechando la vespertina hora para tomármelos en la oficina con un buen café con leche. Me he puesto un jersey nuevo, recién estrenado, pero que me había comprado hace la friolera de año y medio y estaba perdido en medio de los cajones. Manda narices. El color: rosa chicle, para dar un toque de alegría a tanto negro. Creo que no voy mal, ¡hasta Concha me ha dicho que estoy muy guapo!. Y nada, a la tarea del día a día.
Este fin de semana pasado ha sido relativamente movido, pues desde el mismísimo viernes, en el que recibí la visita de Alex en casa y esperé en vano la entrega de mis esperados muebles para montar mi estudio (al menos ya tengo el teléfono fijo, aleluya) y vimos Little Miss Sunshine, todo ha sido como una espiral de agua imparable. El sábado limpia que te limpia, coloca que te coloca, y cuando llegaron los muebles nos pusimos yo y mi Josito a montar estanterías. Acabamos cansados, cenamos tranquilamente en casa de este y jugamos un poco al Trivial junto al resto de los presentes, Miguel, Dany y Gemma. El domingo me di la gran panzada a mover cajas, colocar películas y discos, comer con la familia, y enseñar la casa a mi amigo Manolo, que aún no había ido.
Cuando anoche me encontraba viendo Aída mientras montaba nuevamente todas las figuras de Caballeros del Zodiaco que estaban en cajas por la mudanza (creedme, no os recomiendo el montaje masivo de estas figuras por mucho que te gusten, es agotador) empecé a dar unas vueltas por la casa para hacer esto y aquello y de repente me recorrió un fuerte escalofrío: la casa empezaba a convertirse en hogar. Era mi espacio. MI ESPACIO. Cada rincón se perfilaba, olía, se sentía a mí mismo. Casi de manera obscena sentí un profundo orgullo de que poco a poco esas paredes estuvieran convirtiéndose en algo más. De hecho, ya son mucho más. No sabría describirlo, no me resulta sencillo, pero de repente me sentí tan profundamente libre, sin ataduras… fue sencillamente abrumador. Por primera vez en la vida tengo algo que es completa y absolutamente mío. Lamento si estas palabras suenan prepotentes, pero no puedo evitar sentir un gozo indescriptible cuando hago mención a ello.
Anoche me llamó mi amigo Jorge y le transmití telefónicamente todas estas sensaciones… creo que le dejó algo aturdido tanta verborrea magnificente. En fin, defecto profesional que dirían algunos.
Hoy, tras recoger esos croissants y aguantaba la manguera del gasoil, me daba cuenta de que ciertas cosas de muchos años en el pasado han quedado muy atrás. Hoy soy un Dani diferente, nuevo, mayor, crecido, adulto. “Adulto”. Vaya, es que esa palabra es un asunto mayor. Pero sí, supongo (y lo digo con la boca pequeñita y susurrando) que lo soy. Vaya por Dios.
Este fin de semana pasado ha sido relativamente movido, pues desde el mismísimo viernes, en el que recibí la visita de Alex en casa y esperé en vano la entrega de mis esperados muebles para montar mi estudio (al menos ya tengo el teléfono fijo, aleluya) y vimos Little Miss Sunshine, todo ha sido como una espiral de agua imparable. El sábado limpia que te limpia, coloca que te coloca, y cuando llegaron los muebles nos pusimos yo y mi Josito a montar estanterías. Acabamos cansados, cenamos tranquilamente en casa de este y jugamos un poco al Trivial junto al resto de los presentes, Miguel, Dany y Gemma. El domingo me di la gran panzada a mover cajas, colocar películas y discos, comer con la familia, y enseñar la casa a mi amigo Manolo, que aún no había ido.
Cuando anoche me encontraba viendo Aída mientras montaba nuevamente todas las figuras de Caballeros del Zodiaco que estaban en cajas por la mudanza (creedme, no os recomiendo el montaje masivo de estas figuras por mucho que te gusten, es agotador) empecé a dar unas vueltas por la casa para hacer esto y aquello y de repente me recorrió un fuerte escalofrío: la casa empezaba a convertirse en hogar. Era mi espacio. MI ESPACIO. Cada rincón se perfilaba, olía, se sentía a mí mismo. Casi de manera obscena sentí un profundo orgullo de que poco a poco esas paredes estuvieran convirtiéndose en algo más. De hecho, ya son mucho más. No sabría describirlo, no me resulta sencillo, pero de repente me sentí tan profundamente libre, sin ataduras… fue sencillamente abrumador. Por primera vez en la vida tengo algo que es completa y absolutamente mío. Lamento si estas palabras suenan prepotentes, pero no puedo evitar sentir un gozo indescriptible cuando hago mención a ello.
Anoche me llamó mi amigo Jorge y le transmití telefónicamente todas estas sensaciones… creo que le dejó algo aturdido tanta verborrea magnificente. En fin, defecto profesional que dirían algunos.
Hoy, tras recoger esos croissants y aguantaba la manguera del gasoil, me daba cuenta de que ciertas cosas de muchos años en el pasado han quedado muy atrás. Hoy soy un Dani diferente, nuevo, mayor, crecido, adulto. “Adulto”. Vaya, es que esa palabra es un asunto mayor. Pero sí, supongo (y lo digo con la boca pequeñita y susurrando) que lo soy. Vaya por Dios.
Un abrazo.