Es evidente que a muchas personas que lean lo que escribo en estas líneas les puede sonar a chino. Es decir: no todos pueden identificarse con todas las cosas que se me pasan por la cabeza. Ahí radica la belleza de las personas: que todos vivimos y sentimos de forma diferente.
Por eso, cuando digo seguro que cada uno podemos sentirnos identificados con blablabla... hablo, claro está, desde mi propia única y personal. Por tanto, lamento si a alguno le aburren mis divagaciones.
¡Empecemos de nuevo!. Estoy seguro de que todos podemos identificarnos con la figura del ídolo. Una persona, real o no, con la que sentimos afinidad, admiración, pasión, o todo eso a la vez. ¿Quién no ha tenido nunca un ídolo?.
Yo he tenido muchos. Reales e irreales. Para eso siempre he sido el niño fantasioso. Y no he dejado de serlo, si lo miramos desde cierto punto de vista. De niño alucinaba con Son Goku, con Bastian y Atreyu, con los caballeros de oro del zodiaco... y muchos otros nombres y personajes que no acuden con tanta facilidad a mi mente pero están ahí.
Esos son los ídolos imperecederos, los inmutables, que siempre son y serán eso. Mis favoritos, sin duda.
Luego están los otros ídolos: los auténticos. Personas de carne y hueso de tu día a día. A unos los idolatramos, a otros luego dejamos de hacerlo, y a otros incluso llegamos a odiarlos y preguntarnos por qué fuimos tan devotos de esa persona. Yo no he llegado al caso último, pero sí que he tenido algunas experiencias curiosas al respecto.
Os preguntaréis por qué digo estas cosas. Hace poco he pasado por un par de trances algo impactantes: tres personas en mi vida, que conozco hace varios años, cuya concepción de su propio ser ha cambiado radicalmente en mi. Han pasado de ser Dioses, intocables, a simples humanos con sus defectos a la luz.
Ese proceso de desencantamiento no es algo malo: simplemente, cuando te haces mayor te das cuenta de que las cosas no son lo que parecen: puedes darte cuenta de que tus padres, tus tíos... no son esas personas perfectas, protectoras, inalterables que parecían ser. No, todo lo contrario: son tan humanos como tú. No pueden protegerte. No pueden guiarte. Simplemente, pueden intentarlo tan buenamente como pueden.
Qué egoísta parezco, ¿verdad?. Es como si estuviera haciendo de menos a estas personas. No, qué va... creo que cada persona en tu vida tiene un motivo de ser, una misión, un objetivo... y el desarrollo de esa relación de admiración implica el que quizá todo se desmorone y todo se pierda.
Para ser claro: ¿de niños no hemos pensado que nuestros padres eran los seres más perfectos del mundo, que no tenían problemas, que eran como nuestros sumos protectores, nuestros guías en la vida?. En parte es cierto, pero cuando hemos crecido hemos visto que las cosas no eran así. Es a esa sensación a la que me refiero cuando escribo todo esto, aplicándolo a todas las personas que podamos imaginar: amigos íntimos, personas que van y vienen...
El otro día me dio algo de miedo cuando una de estas personas empezó a revelarme ciertas cosas, ciertas debilidades que le oprimían. Yo escuché aténtamente porque quiero a esta persona muchísimo, con toda el alma, desde que era niño. Pero entonces tuve esa sensación: que ya no era la persona a la que yo acudía cuando estaba mal. Ya no era un Dios: era un simple humano.
Fue... triste. Ni por esta persona, ni por mi, ni por la situación. Lo triste, lo melancólico de esa situación fue que las cosas habían cambiado. No sé si consigo explicarme (últimamente no doy con la palabra adecuada), pero sentí... frío. Sí, eso es. Frío.
Los ídolos verdaderos no son eternos. Sólo podemos seguir idolatrándolos si, por alguna casualidad, desaparecen de nuestra vida y podemos mantener vivo el recuerdo de lo que fue. Yo apenas tengo ya ídolos: tengo uno de esos que desaparecieron y ya no he vuelto a ver, aunque sé que sigue por ahí, y no hace mucho desapareció para mi el mito de otro. Guardo muy buen recuerdo de todo lo que significó para mi en su momento, pero ya se acabó.
Es mejor tener ídolos en un mundo de fantasía, aunque no sean prácticos. No cambian nunca.
Un abrazo.
Por eso, cuando digo seguro que cada uno podemos sentirnos identificados con blablabla... hablo, claro está, desde mi propia única y personal. Por tanto, lamento si a alguno le aburren mis divagaciones.
¡Empecemos de nuevo!. Estoy seguro de que todos podemos identificarnos con la figura del ídolo. Una persona, real o no, con la que sentimos afinidad, admiración, pasión, o todo eso a la vez. ¿Quién no ha tenido nunca un ídolo?.
Yo he tenido muchos. Reales e irreales. Para eso siempre he sido el niño fantasioso. Y no he dejado de serlo, si lo miramos desde cierto punto de vista. De niño alucinaba con Son Goku, con Bastian y Atreyu, con los caballeros de oro del zodiaco... y muchos otros nombres y personajes que no acuden con tanta facilidad a mi mente pero están ahí.
Esos son los ídolos imperecederos, los inmutables, que siempre son y serán eso. Mis favoritos, sin duda.
Luego están los otros ídolos: los auténticos. Personas de carne y hueso de tu día a día. A unos los idolatramos, a otros luego dejamos de hacerlo, y a otros incluso llegamos a odiarlos y preguntarnos por qué fuimos tan devotos de esa persona. Yo no he llegado al caso último, pero sí que he tenido algunas experiencias curiosas al respecto.
Os preguntaréis por qué digo estas cosas. Hace poco he pasado por un par de trances algo impactantes: tres personas en mi vida, que conozco hace varios años, cuya concepción de su propio ser ha cambiado radicalmente en mi. Han pasado de ser Dioses, intocables, a simples humanos con sus defectos a la luz.
Ese proceso de desencantamiento no es algo malo: simplemente, cuando te haces mayor te das cuenta de que las cosas no son lo que parecen: puedes darte cuenta de que tus padres, tus tíos... no son esas personas perfectas, protectoras, inalterables que parecían ser. No, todo lo contrario: son tan humanos como tú. No pueden protegerte. No pueden guiarte. Simplemente, pueden intentarlo tan buenamente como pueden.
Qué egoísta parezco, ¿verdad?. Es como si estuviera haciendo de menos a estas personas. No, qué va... creo que cada persona en tu vida tiene un motivo de ser, una misión, un objetivo... y el desarrollo de esa relación de admiración implica el que quizá todo se desmorone y todo se pierda.
Para ser claro: ¿de niños no hemos pensado que nuestros padres eran los seres más perfectos del mundo, que no tenían problemas, que eran como nuestros sumos protectores, nuestros guías en la vida?. En parte es cierto, pero cuando hemos crecido hemos visto que las cosas no eran así. Es a esa sensación a la que me refiero cuando escribo todo esto, aplicándolo a todas las personas que podamos imaginar: amigos íntimos, personas que van y vienen...
El otro día me dio algo de miedo cuando una de estas personas empezó a revelarme ciertas cosas, ciertas debilidades que le oprimían. Yo escuché aténtamente porque quiero a esta persona muchísimo, con toda el alma, desde que era niño. Pero entonces tuve esa sensación: que ya no era la persona a la que yo acudía cuando estaba mal. Ya no era un Dios: era un simple humano.
Fue... triste. Ni por esta persona, ni por mi, ni por la situación. Lo triste, lo melancólico de esa situación fue que las cosas habían cambiado. No sé si consigo explicarme (últimamente no doy con la palabra adecuada), pero sentí... frío. Sí, eso es. Frío.
Los ídolos verdaderos no son eternos. Sólo podemos seguir idolatrándolos si, por alguna casualidad, desaparecen de nuestra vida y podemos mantener vivo el recuerdo de lo que fue. Yo apenas tengo ya ídolos: tengo uno de esos que desaparecieron y ya no he vuelto a ver, aunque sé que sigue por ahí, y no hace mucho desapareció para mi el mito de otro. Guardo muy buen recuerdo de todo lo que significó para mi en su momento, pero ya se acabó.
Es mejor tener ídolos en un mundo de fantasía, aunque no sean prácticos. No cambian nunca.
Un abrazo.