En la vida nos vemos obligados a tomar decisiones casi a cada momento, a cada instante. La mayoría de estas decisiones las hacemos de manera instintiva, sin necesidad de pensarlas o meditarlas. Porque la verdad, ni se tiene el tiempo para hacerlo ni tampoco lo merece. Hablo de esas pequeñas cosas que conforman con más o menos eficacia lo que va a ser el trazo o línea de nuestro día a día.
Como todo, el mundo de las decisiones se extiende hasta formar un universo propio. Hay miles de niveles que conforman ese trazo. Desde escoger si escribir con el bolígrafo azul o el negro, pasando por si ir al cine o salir de copas, hasta si vivir en otro país o en tu ciudad de toda una vida.
Luego están las decisiones morales, que son las más complicadas de todas: decidir qué es lo que está bien o está mal, lo que es correcto o no, en base única y exclusivamente a nuestro propio conocimiento, negligencia, sabiduría y, por qué no decirlo, nivel de enfoque de nuestro estado emocional. Porque nosotros no podemos considerarnos, precisamente, los mejores jueces respecto a nuestra vida, pero sin duda somos nuestra mejor baza y a veces la única. Tenemos que aprender. Muchas veces acertamos, mientras que otras nos equivocamos de pleno. Estas decisiones conllevan, para bien o para mal, un precio. A veces una baratija, a veces un valor incalculable. Porque hablamos, por si no lo he dejado claro, de moralidad. Y por ende, de sentimientos.
Hacer lo correcto a veces implica llevar a cabo acciones que no nos gustan, que no pegan con nosotros, que nos dejan en una posición frágil. Yo creo que en general no soy muy bueno desenvolviéndome en estos terrenos. Casi siempre doy prioridad a mis propias debilidades, a lo que creo que debería ser lo correcto conforme a mis propias creencias, aunque sé y soy consciente de que no es adecuado.
Imaginad, por un momento, que os veis en una disyuntiva en la cual podéis tomar tres caminos. Hay uno de esos caminos que no queréis tomar bajo ningún concepto, mientras que de los otros dos no quieres escoger: quieres tomar ambos, aunque sea a destiempo. Esto no puede ser, y lo correcto es tomar el camino que no deseas escoger. Uno solo. El mejor, el de en medio, el más recto, seguro y neutral. Ningún camino es bueno. No se trata de escoger entre bueno y malo, sino del menos malo.
Y esto que acabo de decir se trata, nada más y nada menos, de las peores decisiones posibles: aquellas que, implicando también una fuerte dosis moral, suponen un coste doloroso sea cual sea la opción que tomes. Porque no todo en la vida tiene un final enteramente feliz. Qué se le va a hacer.
Un abrazo.
Como todo, el mundo de las decisiones se extiende hasta formar un universo propio. Hay miles de niveles que conforman ese trazo. Desde escoger si escribir con el bolígrafo azul o el negro, pasando por si ir al cine o salir de copas, hasta si vivir en otro país o en tu ciudad de toda una vida.
Luego están las decisiones morales, que son las más complicadas de todas: decidir qué es lo que está bien o está mal, lo que es correcto o no, en base única y exclusivamente a nuestro propio conocimiento, negligencia, sabiduría y, por qué no decirlo, nivel de enfoque de nuestro estado emocional. Porque nosotros no podemos considerarnos, precisamente, los mejores jueces respecto a nuestra vida, pero sin duda somos nuestra mejor baza y a veces la única. Tenemos que aprender. Muchas veces acertamos, mientras que otras nos equivocamos de pleno. Estas decisiones conllevan, para bien o para mal, un precio. A veces una baratija, a veces un valor incalculable. Porque hablamos, por si no lo he dejado claro, de moralidad. Y por ende, de sentimientos.
Hacer lo correcto a veces implica llevar a cabo acciones que no nos gustan, que no pegan con nosotros, que nos dejan en una posición frágil. Yo creo que en general no soy muy bueno desenvolviéndome en estos terrenos. Casi siempre doy prioridad a mis propias debilidades, a lo que creo que debería ser lo correcto conforme a mis propias creencias, aunque sé y soy consciente de que no es adecuado.
Imaginad, por un momento, que os veis en una disyuntiva en la cual podéis tomar tres caminos. Hay uno de esos caminos que no queréis tomar bajo ningún concepto, mientras que de los otros dos no quieres escoger: quieres tomar ambos, aunque sea a destiempo. Esto no puede ser, y lo correcto es tomar el camino que no deseas escoger. Uno solo. El mejor, el de en medio, el más recto, seguro y neutral. Ningún camino es bueno. No se trata de escoger entre bueno y malo, sino del menos malo.
Y esto que acabo de decir se trata, nada más y nada menos, de las peores decisiones posibles: aquellas que, implicando también una fuerte dosis moral, suponen un coste doloroso sea cual sea la opción que tomes. Porque no todo en la vida tiene un final enteramente feliz. Qué se le va a hacer.
Un abrazo.