Hoy, por nada en particular, me ha venido a la cabeza un recuerdo de esos de los que te hacen sentir como si, en medio del invierno recién llegado a casa, alguien te cubriera con una manta cálida y te diera un beso en la frente.
Hay un sendero que yo solía recorrer cuando era niño, cuando los días se vivían sin prisa, en un marco de verano caluroso rodeado de la familia y los seres queridos. Esos días eran, por razones puramente nostálgicas, realmente mágicos. La dispersión del paso del tiempo ha hecho que llegue a mitificar esos momentos, añorándolos como si algo me los hubiera arrancado.
Pero centrándonos en ese recuerdo, en ese camino, y sin más preámbulos, diré que se trata de un camino de tierra en medio del campo y de algunas casitas con huerto y/o piscina donde la gente pasaba sus épocas estivales. La casa de mi abuela era una de estas, y estaba situada en lo alto de una calle, que terminaba en una empinada cuesta arriba que era incluso imposible de subir en bicicleta (pero sí bajar por ella si ascendías con tu bici a pie). El camino, lleno de surcos de arena, era muy caluroso durante el día en verano, y a nadie se le podía ocurrir siquiera la idea de andar descalzo a la casa del vecino, aunque todo invitara a ello. Cuando uno bajaba la calle completamente, se encontraba con más campo y huertos grandes, y tenía que tomar la izquierda o la derecha. Siempre debía ser la izquierda la elección a tomar. El camino continuaba de manera más o menos recta o, más bien, ligeramente sinuoso, y podíamos ver pastos, huertos, árboles y campos de sembrado a nuestro alrededor. Mientras el lado izquierdo del camino estaba vallado, el derecho nos permitía movernos libremente. El camino era estrecho, pero los coches tenían que buscarse la vida para poder pasar en caso de que se cruzaran.
Al final de esta recta teníamos el autoservicio, que entre nosotros conocíamos como “la Paqui”, donde cada día bajábamos a comprar el pan y las cosas frescas para comer. A mi me encantaba ir con la abuela y convencerla de que me comprara Tang de Limón, porque me encantaba tomarme un vaso fresquito para merendar. Al final, comprábamos uno cada día, porque a mis primos también había que darles un vaso. ¡A mi me daba mucha rabia!. El egoísmo infantil es así.
Pero el camino aún seguía. Tras pasar la Paqui, podíamos seguir de frente o tomar un desvío hacia la derecha, donde llegábamos a un entramado de calles que descendía hacia abajo, y que nos permitía ver dos cosas interesantes: la primera, una gran casa blanca que, por aquel entonces, era el bar “El Chotis”. Cuando era niño íbamos mucho a tomar el aperitivo allí con mis padres y tíos, y por las noches también a veces salíamos a dar una vuelta. Y por la noche, recuerdo con una vividez increíble, había un circo para niños. Yo soñaba con que el presentador, una de las noches, me escogiera para ser el torero. Un hombre disfrazado de toro se plantaba delante de un niño que, con la destreza que pudiera, le toreara, mientras la gente vitoreaba al peque. Una noche, finalmente, fui el torero, pero posiblemente el peor de todos los que salieron en todo ese verano. Qué se le va a hacer.
Más abajo, y este es el segundo punto de interés, el camino se estrechaba un poco y se rodeaba de un montón de zarzales con moras. A mis primos y a mi nos gustaba ir a recoger moras y comérnoslas tal cual. Eso no es que fuera muy higiénico o saludable, pero o nos las comíamos o nos las llevábamos a casa. ¡Y qué buenas estaban, esas deliciosas moras silvestres!.
Se iba acercando el final de este camino. Al final del sendero de las moras, Llegábamos al linde del río Alberche. Ahí había otro bar y un cine de verano, por todos conocidos como “La Dulia”. Ahí es donde también pasábamos tardes y noches tomando algo entre amigos y familia, entre cervezas para los mayores y coca-colas para los niños. Y lo mejor era que, durante el día, frente a la Dulia había una escalerita de cemento que invitaba a meterte en el río. Nos quitábamos las zapatillas allí y entrabamos en él. Ahora ya no me cubre apenas, pero recuerdo que me llegaba el agua casi al cuello. Lo bueno era que, como era un río muy arenoso, no cubría luego demasiado y estaba lleno de islitas de arena para que pudiéramos instalarnos allí con nuestras toallas. Y, si mirabas en sentido a la corriente o avanzabas un poco, llegabas hasta el puente de piedras que daba acceso desde la carretera al pueblo.
Son miles los recuerdos que tengo de ese camino: mañanas, desplazamientos entre casas de familia y amigos en esa misma calle, carreras en bici, ir a hacer recados, a pasear por el río, o simplemente a enseñárselo a quien hubiera venido conmigo.
Ese camino aún existe, aún está allí, y aunque lo que le rodea ha cambiado mucho en estos años, permanece. Pero, lamentablemente, yo ya no tengo derecho o potestad para volver allí. No es que lo eche de menos como tal (el pasado es el pasado, y mi camino ya no pasa por ese sendero), pero si echo la vista atrás y pienso en los paseos por él con gente que ya no está a mi lado, como mi padre, mi abuela, u otras personas, reconozco sentir una enorme nostalgia.
Y es que ese sendero siempre estará en mi corazón.
Un abrazo.
Hay un sendero que yo solía recorrer cuando era niño, cuando los días se vivían sin prisa, en un marco de verano caluroso rodeado de la familia y los seres queridos. Esos días eran, por razones puramente nostálgicas, realmente mágicos. La dispersión del paso del tiempo ha hecho que llegue a mitificar esos momentos, añorándolos como si algo me los hubiera arrancado.
Pero centrándonos en ese recuerdo, en ese camino, y sin más preámbulos, diré que se trata de un camino de tierra en medio del campo y de algunas casitas con huerto y/o piscina donde la gente pasaba sus épocas estivales. La casa de mi abuela era una de estas, y estaba situada en lo alto de una calle, que terminaba en una empinada cuesta arriba que era incluso imposible de subir en bicicleta (pero sí bajar por ella si ascendías con tu bici a pie). El camino, lleno de surcos de arena, era muy caluroso durante el día en verano, y a nadie se le podía ocurrir siquiera la idea de andar descalzo a la casa del vecino, aunque todo invitara a ello. Cuando uno bajaba la calle completamente, se encontraba con más campo y huertos grandes, y tenía que tomar la izquierda o la derecha. Siempre debía ser la izquierda la elección a tomar. El camino continuaba de manera más o menos recta o, más bien, ligeramente sinuoso, y podíamos ver pastos, huertos, árboles y campos de sembrado a nuestro alrededor. Mientras el lado izquierdo del camino estaba vallado, el derecho nos permitía movernos libremente. El camino era estrecho, pero los coches tenían que buscarse la vida para poder pasar en caso de que se cruzaran.
Al final de esta recta teníamos el autoservicio, que entre nosotros conocíamos como “la Paqui”, donde cada día bajábamos a comprar el pan y las cosas frescas para comer. A mi me encantaba ir con la abuela y convencerla de que me comprara Tang de Limón, porque me encantaba tomarme un vaso fresquito para merendar. Al final, comprábamos uno cada día, porque a mis primos también había que darles un vaso. ¡A mi me daba mucha rabia!. El egoísmo infantil es así.
Pero el camino aún seguía. Tras pasar la Paqui, podíamos seguir de frente o tomar un desvío hacia la derecha, donde llegábamos a un entramado de calles que descendía hacia abajo, y que nos permitía ver dos cosas interesantes: la primera, una gran casa blanca que, por aquel entonces, era el bar “El Chotis”. Cuando era niño íbamos mucho a tomar el aperitivo allí con mis padres y tíos, y por las noches también a veces salíamos a dar una vuelta. Y por la noche, recuerdo con una vividez increíble, había un circo para niños. Yo soñaba con que el presentador, una de las noches, me escogiera para ser el torero. Un hombre disfrazado de toro se plantaba delante de un niño que, con la destreza que pudiera, le toreara, mientras la gente vitoreaba al peque. Una noche, finalmente, fui el torero, pero posiblemente el peor de todos los que salieron en todo ese verano. Qué se le va a hacer.
Más abajo, y este es el segundo punto de interés, el camino se estrechaba un poco y se rodeaba de un montón de zarzales con moras. A mis primos y a mi nos gustaba ir a recoger moras y comérnoslas tal cual. Eso no es que fuera muy higiénico o saludable, pero o nos las comíamos o nos las llevábamos a casa. ¡Y qué buenas estaban, esas deliciosas moras silvestres!.
Se iba acercando el final de este camino. Al final del sendero de las moras, Llegábamos al linde del río Alberche. Ahí había otro bar y un cine de verano, por todos conocidos como “La Dulia”. Ahí es donde también pasábamos tardes y noches tomando algo entre amigos y familia, entre cervezas para los mayores y coca-colas para los niños. Y lo mejor era que, durante el día, frente a la Dulia había una escalerita de cemento que invitaba a meterte en el río. Nos quitábamos las zapatillas allí y entrabamos en él. Ahora ya no me cubre apenas, pero recuerdo que me llegaba el agua casi al cuello. Lo bueno era que, como era un río muy arenoso, no cubría luego demasiado y estaba lleno de islitas de arena para que pudiéramos instalarnos allí con nuestras toallas. Y, si mirabas en sentido a la corriente o avanzabas un poco, llegabas hasta el puente de piedras que daba acceso desde la carretera al pueblo.
Son miles los recuerdos que tengo de ese camino: mañanas, desplazamientos entre casas de familia y amigos en esa misma calle, carreras en bici, ir a hacer recados, a pasear por el río, o simplemente a enseñárselo a quien hubiera venido conmigo.
Ese camino aún existe, aún está allí, y aunque lo que le rodea ha cambiado mucho en estos años, permanece. Pero, lamentablemente, yo ya no tengo derecho o potestad para volver allí. No es que lo eche de menos como tal (el pasado es el pasado, y mi camino ya no pasa por ese sendero), pero si echo la vista atrás y pienso en los paseos por él con gente que ya no está a mi lado, como mi padre, mi abuela, u otras personas, reconozco sentir una enorme nostalgia.
Y es que ese sendero siempre estará en mi corazón.
Un abrazo.