Soy de los que cree que el amor es algo que se demuestra constantemente. No solo un día al año. Es por eso que, pese a no permanecer nunca ajeno a San Valentín (de hecho, creo que los que más se acuerdan son lamentablemente los que no tienen pareja), y siempre haciendo algún detallito al respecto (ayer, por ejemplo, me limité a hacer una comida algo más elaborada de lo normal y a ver una película que tenía muchas ganas de ver junto a mi Sera), creo que en general San Valentín aquí en España es otra maniobra más de las marcas comerciales de sacar tajada. Me niego a comprar algo por San Valentín. Me gusta muchísimo más comprar algo a destiempo y de una manera más constante y menos ostentosa.
Sin embargo, ayer mi nene me dio el San Valentín más bonito que podía regalarme, con un simple pero gigante gesto que se resume en la siguiente foto:
Nuestros peluches de Yogi y Bubu, siempre adornando nuestra cama, tocándose sus naricitas... y encima de ellos, una carta. El contenido, evidentemente, me lo voy a guardar para mí mismo, pero baste decir que durante un rato me dejó sin palabras, me maravilló y me emocionó. A los pocos minutos entró él por la puerta de la habitación con una sonrisa de pillo de oreja a oreja, pues lo tenía perfectamente planeado (no me moví del sofá mientras estaban los premios Goya, algo que sabía perfectamente).
Para mí, esta sí es la esencia de San Valentín. Pequeños gestos, detalles infinitos con pinceladas intensas de color. Afortunadamente, puedo decir que este tipo de cosas me suceden muy a menudo. Y a la inversa, también. Y qué queréis que os diga, me sigue pareciendo un auténtico milagro.
Lo que tenía que decirle o transmitirle a mi joya de novio, lo hice anoche. Y hoy seguiré haciéndolo. Y también mañana. Y lo que venga después.
Muchas gracias, precioso mío.
Un abrazo.