Muchas veces el día a día de una persona se compone de elementos absolutamente artificiales, vacíos de contenido, de sentido y continuidad. Por eso, no se puede evitar tener la sensación aleatoria de que la vida se compone sólo de pequeños momentos en los que de verdad se vive y el resto solamente es un paso de transición carente de sustancia. A mi me pasa muchas veces, y creo no ser el único, en el que me parece que todos los días se repiten y dan paso a otro igual que el anterior. Yo sé que uno hace de su día a día lo que quiere que sea. Me refiero al famoso make the difference en el interior de nosotros mismos. La pasividad ante la vida es una de las peores cosas que existen, pero aún cuando no eres alguien que se conforme con un paso por el mundo meramente anecdótico, no puedes evitar que la rutina forme parte de tu existencia.
Yo cada día intento efectuar alguna pincelada que le distinga del día anterior, unas veces con más éxito que otras. Hoy por ejemplo escribo estas palabras para grabar una sensación más allá de los recovecos de mi mente, y otras cuantas cosas que aunque no aparecen en este blog, sí quedan reflejadas de otros modos.
Esta mañana he recordado la importancia del zafiro y la vainilla. En Madrid hoy ha amanecido nublado y gris, con algunas tímidas gotas cayendo sobre el pavimento que adorna la calle de mi casa, y he extrañado profundamente la presencia de esos dos colores.
Veréis, yo soy un auténtico adicto a las imágenes idílicas o hermosas, y en particular a los amaneceres o los atardeceres. La imagen del cielo mezclándose con la luz del sol me fascina como pocas cosas, y reconforta y anima mi corazón, llenándolo de una profunda emoción vasta y hermosa. Cuando voy a trabajar, suelo hacerlo cuando está recién amanecido o aún amaneciendo, especialmente en invierno, y creo que es una de las cosas que más adoro de la vida. La armonía que me transmite esa transición de colores, del azul zafiro al amarillo vainilla, con miles de matices que hacen que cada vez sea igual pero a la vez diferente (las nubles, el clima, la temperatura, el horizonte, el movimiento…), me recuerdan que por muchas rutinas que haya en mi día a día, la magia de la vida sigue presente y reside en las cosas que a veces ni reparamos.
Hoy brindo por un mundo lleno de zafiro y vainilla.
Un abrazo.
Yo cada día intento efectuar alguna pincelada que le distinga del día anterior, unas veces con más éxito que otras. Hoy por ejemplo escribo estas palabras para grabar una sensación más allá de los recovecos de mi mente, y otras cuantas cosas que aunque no aparecen en este blog, sí quedan reflejadas de otros modos.
Esta mañana he recordado la importancia del zafiro y la vainilla. En Madrid hoy ha amanecido nublado y gris, con algunas tímidas gotas cayendo sobre el pavimento que adorna la calle de mi casa, y he extrañado profundamente la presencia de esos dos colores.
Veréis, yo soy un auténtico adicto a las imágenes idílicas o hermosas, y en particular a los amaneceres o los atardeceres. La imagen del cielo mezclándose con la luz del sol me fascina como pocas cosas, y reconforta y anima mi corazón, llenándolo de una profunda emoción vasta y hermosa. Cuando voy a trabajar, suelo hacerlo cuando está recién amanecido o aún amaneciendo, especialmente en invierno, y creo que es una de las cosas que más adoro de la vida. La armonía que me transmite esa transición de colores, del azul zafiro al amarillo vainilla, con miles de matices que hacen que cada vez sea igual pero a la vez diferente (las nubles, el clima, la temperatura, el horizonte, el movimiento…), me recuerdan que por muchas rutinas que haya en mi día a día, la magia de la vida sigue presente y reside en las cosas que a veces ni reparamos.
Hoy brindo por un mundo lleno de zafiro y vainilla.
Un abrazo.
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