Ayer cataluña prohibió la fiesta nacional, o como solemos llamarlo vulgarmente, los toros. Y ya se ha liao parda con ello. Voces a favor, en contra, y las peores de todas, las radicales, están montando en cólera.
Personalmente, creo que en este momento hay muchísimas cosas más importantes en qué pensar, como la crisis económica en la que se han propuesto los políticos que estemos mucho, mucho tiempo, pero tampoco hay que obviar que este debate, el taurino, está en la calle desde hace muchísimo tiempo y sobre el que siempre hemos pensado que, al ser una tradición tan arraigada, siempre estaría ahí y nos tendríamos que morder las uñas.
A mí, personalmente, me resulta bastante repugnante como español que uno de los símbolos de mi país sea una salvajada tan humillante para los animales, por no decir que es un auténtico acto de barbarismo propio de muchos siglos atrás. No es el acto de que el animal muera (pues anda que no habrá animales siendo asesinados en este momento para que nosotros nos los comamos cómodamente), sino el simple acto de barbarismo y humillación públicos, y que encima sea algo subvencionado por ser de interés popular o que se emita en prime time en televisión.
Desde que puse en mi estado de Facebook no hace muchos días que me alegraba de la prohibición, he visto muchísimas reacciones de toda índole. La más interesante (pero totalmente legítima), la de que no está bien prohibir porque es cohibir las libertades de gente a la que le puede gustar por parte de mi amigo Jose. Y eso a mí me ha llevado a plantearme: ¿dónde está el límite de las libertades en ese sentido?. La lógica de semejante afirmación la entiendo, pero en este caso no puedo compartirla. Estamos hablando de asesinatos a sangre fría y en público. Y esto lo extiendo a cualquier variante festiva nacional como tirar cabras por los campanarios o los sanfermines.
No hay que olvidar de todos modos que los toros están ya prohibidos hace tiempo en las Islas canarias, y desde luego no ha habido tal repercusión mediática como ahora, y es que además estamos hablando de Cataluña, ese país independiente del norte que tantas ganas tiene de separarse del resto de esa España nuestra. Y eso provoca muchas pupitas de orgullo y crispa aún más.
Hay mucho, mucho interés político (siempre la maldita política, parece que en este país no sabemos de otra cosa) detrás de esta sentencia que no comparto en absoluto, porque una vez más es un juego de armas arrojadizas dañinas que hay entre los distintos partidos (el PP, como siempre, se luce haciendo declaraciones de comenzar una lucha para blindar la fiesta nacional en el resto de la península), y además solamente se han limitado a los toros, cuando en la propia Cataluña tendrían que mirar a otra serie de costumbres que no se han prohibido, como el Bou embolat). Pero hay que mirar más allá de eso, y yo quiero quedarme con lo que, a mi parecer, es lo más importante: se ha sentado un precedente de peso para poder parar los piés a un repugnante y vomitivo negocio que sigue en pie a causa del maldito dinero (sobre todo en el sur del país) y que está dando una imagen de España desde hace no sé cuánto tiempo una imagen poco menos que lamentable. Ah, y que todo esto que ahora ha acontecido surgió de una iniciativa popular, aunque posteriormente hayan entrado muchos más elementos en la ecuación.
La fiesta nacional no es mi fiesta y nunca lo será. Como a mí me gusta siempre recordar: Donde esté una buena corrida, que se quiten los toros. Amén.