ADVERTENCIA: Contiene SPOILERS a mansalva del final de la serie
Seis años. Seis años han transcurrido ya desde que conocimos a los pasajeros del Oceanic 815 estrellándose en la misteriosa isla que ha sido el epicentro de una de las series que está llamada a convertirse en unos de los mitos de referencia de este aún joven siglo 21. No digo nada nuevo si afirmo, como ya se ha dicho en miles de sitios, que ni es la mejor realizada, ni la que mejor argumento tiene, ni la que más coherencia argumental. Tampoco destaca en la labor de los actores, donde los poquísimos que sí saben actuar se comen a los demás con patatas fritas (claros ejemplos de Terry O’Quinn, Locke, o Michael Emerson, Ben). Pero si hay algo que Lost jamás ha hecho es dar al espectador una respuesta plana ni clara, alimentando así la posibilidad de crear teorías acerca de su desarrollo a cada cual más disparatada o increíble. Y ahí, precisamente, radica la enorme fuerza que despide.
Hace dos días, Lost llegó a su fín de un modo que, personalmente, no me esperaba pero cuya posibilidad sí contemplaba. Y pese a mi (muy breve) desconcierto inicial, comencé a entender el propósito y, por ende, mensaje final que pretendía transmitirnos. LOST no es una serie que va sobre unos Robinsones en una isla. Tampoco es una serie sobre dos dioses jugando a un juego. Tampoco tiene nada que ver con una comunidad científica que estudia las fuerzas del electromagnetismo. Lost es una serie que habla de la redención, de la aceptación de la mortalidad como único destino posible, y de la enorme importancia del amor, de recordar lo vivido con la gente que queremos a lo largo de nuestra existencia. Siempre, desde el principio mismo de la serie, se nos ha presentado con todo lujo de detalles las vidas de unas personas (perdón por lo facilón del adjetivo) perdidas que encuentran en ese lugar, ese momento, y junto a esas personas, un sentido nuevo de vivir y una nueva oportunidad para claudicar y volver a empezar.
A favor, sin duda, tenemos una narrativa que, por su naturaleza desconcertante y poco ortodoxa, nos ha alimentado la adrenalina hasta extremos insospechados. También está el hecho de que (para bien o para mal) por lo estirado de muchos episodios, hemos conseguido conocer a todos y cada uno de los personajes principales de una manera extremadamente íntima, casi hasta el punto de considerarles familia. No hay que buscar mucho para encontrar la empatía en los rasgos emocionales o psicológicos de estos personajes, siendo al final el más importante de ellos el de Jack Shepard, que se erige como el epicentro de las ¿conclusiones? a las que hemos llegado en estos seis años.
En contra, vuelvo a mencionar la narrativa, que por su naturaleza desconcertante y poco ortodoxa, se ha saltado todas las reglas de la lógica, se ha pasado por el forro toda coherencia argumental en buena parte de la serie, y lo más importante, ha sido extremadamente tramposa con el espectador. Tampoco ha ayudado el que la mayoría de los actores de la serie sean malos con avaricia, con especial mención a Harold Perinneau (Michael), Jorge García (Hugo), o Emilie de Ravin (Claire), por poner solo un mínimo ejemplo. Eso hace que otros actores serios como los ya citados O’Quinn o Emerson parezcan dioses a su lado. También está el constante cambio de género que ha experimentado, temporada por temporada, la serie. Un batiburrillo de La isla del tesoro, Depredador, La isla del Dr. Moreau, La momia o Autopista hacia el cielo mezclada con la novela rosa más empalagosa posible de Danielle Steel.
Pero, sin ganas de seguir centrándome en aspectos positivos o negativos, y ya entrando en una reflexión final y definitiva, debo decir que personalmente LOST me ha parecido una serie de esas que hacen época y MARCAN. Una serie con la que me quedo y guardo en el corazón por los buenos momentos que me ha hecho pasar durante todo este tiempo. Porque no me siento insultado (pese a lo bonito que queda decir que los guionistas no me han tomado por tonto dándome respuestas obvias), ni vilipendiado por la conclusión a la que ha llegado la serie. Es más, diría que encaja perfectamente con mi dogma y forma de entender la vida. Sí, señores, hablo de una superficial y banal serie de televisión, soy consciente de ello.
Aceptar el final de Lost, con sus incongruencias, faltas de explicaciones (echo de menos una mayor profundidad en la mitología de la isla, y las reglas entre Jacob y su hermano), implica tener fe. En intentar dilucidar lo que no es evidente ni palpable. En fiarte de la buena fe de los guionistas en lugar de echar pestes por no haber hablado más del humo negro, de la estatua de los cuatro dedos, de la maldición de los números, o de las visitas de Jacob y Richard fuera de la isla.
El final de Lost es un final que invita a la reflexión, a reconfortar el alma, y a que tengamos presente los principios básicos del budismo: que el sufrimiento existe, que este sufrimiento lo produce el apego al deseo, y que liberarse de él solo puede lograrse mediante la adquisición de la sabiduría, la moralidad y el pensamiento. Si lo pensamos con calma, es así (y por cierto, esto último no sale de ninguna de los extremistas comentarios que hierven en Internet desde ayer).
En definitiva, y realizando nuevamente un acercamiento personal, considero que LOST es una de las mejores series que he podido disfrutar en la vida y que, aún siendo consciente de sus enormes fallos, me quedo con sus enormes virtudes. Lo digo con convencimiento y sin ganas de autocomplacerme ni conformarme. Porque yo soy un hombre de fe.
¿Sois hombres de ciencia, u hombres de fe?
Hasta siempre, LOST.