A día de hoy, 23 de julio de 2009, tengo 28 años de edad. Y de esos 28 años, hoy se cumplen 12 desde que te fuiste. Y como ya he dicho en otras ocasiones, no hay un solo día en que no eche de menos tu presencia. Ni un ápice... al contrario, cada vez la echo más de menos. 12 años de 28 son un amplio porcentaje de ausencia que, aunque me aterre pensarlo, cada vez será mayor. Pero nunca podrán quitarme del todo la otra parte, la de tu presencia.
Me obligo cada año a escribir algo en este día, así como ir a visitarte de manera casi militarmente disciplinada, la única vez al año que voy a hacerlo. Este año no será una excepción. Creo que tiene mucho sentido hacer esto, posiblemente más que muchas de las cosas que considero importantes de manera objetiva: la de preservar el recuerdo de tu memoria lo más fresco posible pese al paso implacable de los años y la presencia constante de la nostalgia. Tu recuerdo duele como un cuchillo clavado en el corazón y al mismo tiempo es lo más dulce y afectivo que podría imaginar. Supongo que así es como recordamos a las personas importantes que nos han dejado.
Hoy querría decirte, papá, que dentro de las locuras y sinsentidos de este mundo, soy un hombre feliz. Feliz de verdad porque para bien o para mal se me han dado muchísimas cosas buenas que no creo merecer totalmente, siendo la más importante de ellas la de la capacidad de amar y ser amado, algo en lo que tú has tenido muchísimo que ver.
Antes de que mis ojos se inunden de lágrimas al ponerme a pensar en lo muchísimo que querría contarte todo de mi propia boca, de mirar a tus preciosos ojos y de abrazarte con todas mis fuerzas, quiero darte las gracias otra vez por ser mi padre. Porque hasta en tu muerte pude encontrar una nueva lección que aprender, tanto como las que aprendí en vida. Porque pese a tu humanidad (por ende, errática en muchas ocasiones) no puedo imaginar un padre mejor que tú. Puede haber hijos tan orgullosos de su padre como yo, pero no más. Es sencillamente imposible.
Te echo de menos. Ahora. Ayer. Mañana. El resto de mi vida. Y te quiero con todo mi ser.
Gracias, de nuevo, por dejarme ser tu sangre. Gracias, papá.
Me obligo cada año a escribir algo en este día, así como ir a visitarte de manera casi militarmente disciplinada, la única vez al año que voy a hacerlo. Este año no será una excepción. Creo que tiene mucho sentido hacer esto, posiblemente más que muchas de las cosas que considero importantes de manera objetiva: la de preservar el recuerdo de tu memoria lo más fresco posible pese al paso implacable de los años y la presencia constante de la nostalgia. Tu recuerdo duele como un cuchillo clavado en el corazón y al mismo tiempo es lo más dulce y afectivo que podría imaginar. Supongo que así es como recordamos a las personas importantes que nos han dejado.
Hoy querría decirte, papá, que dentro de las locuras y sinsentidos de este mundo, soy un hombre feliz. Feliz de verdad porque para bien o para mal se me han dado muchísimas cosas buenas que no creo merecer totalmente, siendo la más importante de ellas la de la capacidad de amar y ser amado, algo en lo que tú has tenido muchísimo que ver.
Antes de que mis ojos se inunden de lágrimas al ponerme a pensar en lo muchísimo que querría contarte todo de mi propia boca, de mirar a tus preciosos ojos y de abrazarte con todas mis fuerzas, quiero darte las gracias otra vez por ser mi padre. Porque hasta en tu muerte pude encontrar una nueva lección que aprender, tanto como las que aprendí en vida. Porque pese a tu humanidad (por ende, errática en muchas ocasiones) no puedo imaginar un padre mejor que tú. Puede haber hijos tan orgullosos de su padre como yo, pero no más. Es sencillamente imposible.
Te echo de menos. Ahora. Ayer. Mañana. El resto de mi vida. Y te quiero con todo mi ser.
Gracias, de nuevo, por dejarme ser tu sangre. Gracias, papá.