Diez años. No lo puedo creer.
Diez años han transcurrido ya, hoy, día 23, desde que tu luz abandonó este mundo.
Diez años desde que no puedo escucharte reír contigo, pasear contigo, ir al cine contigo, el que me regañes, me aconsejes, me abraces, me beses. Diez años en que no ha habido ni uno,
NI UN SOLO MOMENTO en que no te haya extrañado,
llorado, pensado en ti, te haya buscado y te haya pedido ayuda o
consejo.
Aún recuerdo tu última imagen, cuando te fuiste mientras me visitabas en el hospital, y me decías que volverías pronto o irías a verme a casa de mamá. Dos días después pude verte de nuevo, pero tú ya no estabas dentro de tu cuerpo. Y no pude tocarte. No pude. Lamenté amargamente no hacerlo, pero cuando rocé un instante tu fría piel fue como si, solo en ese momento, supiera que te habías ido. Lloré mucho, y vocalicé entre lágrimas
“¡No he podido! ¡No he podido!” como un idiota cobarde, pero espero que supieras disculparme por ello.
Son tantas las cosas que te
diría, papá… tantas que ya te he
dicho… cada noche, o cuando me haces falta…
Pero hoy hace diez años que nos
separamos, y aunque no es más que una fecha, un momento más, yo tengo que recordarte nuevamente. Tengo que recordar que no hace tanto tiempo en este mundo hubo un gran hombre llamado
Antonio Oliver, del cual estoy tremendamente orgulloso, y del que tengo el más que gran honor de poder llamar
“padre”.Un hombre
maravilloso, único, irrepetible que, tanto por sus virtudes como por sus defectos, merece ser recordado por la gente que más le amaba. Y yo no pienso jamás dejar de hacerlo. Pienso hablarle al mundo, en cualquier momento, lugar o circunstancia, de la
grandeza del hombre del cual desciendo. De la persona que me enseñó a caminar, a hablar, a vivir, a ser
íntegro y honrado, y que alimentó mi alma de todo lo mejor que pudo darme. En verdad, tú y mamá podéis estar orgullosos. No lo digo por el resultado, porque está claro y es evidente que me he convertido en un adulto lleno de defectos y de puntos grises y vacíos, pero también de todo lo bueno que vuestro amor, vuestras lecciones, de esas pequeñas y grandes cosas que componen todo lo mejor que hay en mi.
Todo lo bueno que hay en mí proviene, en buena parte, de
ti. Todo lo que soy te lo debo a ti, a tu imagen, a la belleza de tu indescriptible, único, maravilloso espíritu. Tú y yo somos uno solo, y ahora lo sabes bien, ¿verdad?. Siempre le digo a la gente que me ha conocido posteriormente que solo conocen a medio Dani, porque mi otra mitad se fue hace tiempo.
Tú.
Hace 12 años me hablabas, una noche mientras dormíamos en nuestra habitación de Escalona, de cómo habías llegado a la conclusión de que creías en algo más allá de la muerte. En medio de la oscuridad, tumbados y sincerándonos como siempre hicimos, me hablaste de lo que creías que te esperaba después de dejar este mundo. Me marcó verte tan lleno de fe, tan lleno de esperanza. Desde ese día, yo también creo en ello. Creías en la espiritualidad, si bien no en ninguna religión. Ahora que me observas desde allá donde estés, y me has estado cuidando, yo quiero devolverte al menos un poquito de todo lo que tú me has dado.
Quiero decirte que te amo, que te
quiero y que en cada paso que he dado en la vida desde que te fuiste has estado tú siempre muy presente.
Que tu muerte, pese a ser terriblemente
dolorosa (y aún lo es), me trajo un bien inesperado: descubrir, por fin, el sentido de la vida. Y no es otro, simplemente, que vivir tal y como uno lo desea. Libre, sin miedo. Acepté facetas de mí mismo que no aceptaba dentro de mi propio carácter, dejé a un lado a ese niño reprimido que era y empecé a ser yo por primera vez en la vida. Tú lo sabías, sabías lo que yo tenía dentro y no era capaz de hacer florecer. Todo lo que soy estaba encerrado. Y sé que hubieras preferido estar conmigo, pero tu partida me hizo comprenderlo: Hay que olvidarse de los miedos, de la despiadada coraza de los prejuicios, del temor a avanzar, del temor a ser uno mismo. Hay que
VIVIR por encima de todas cosas, nunca olvidarse de ello. La vida, cada segundo, cada bocanada de aire, es un regalo de valor incalculable. Solo entonces lo supe.
Mi sangre, mi piel, mi corazón, mi alma, todo ello está vinculado a ti, a tu recuerdo, a lo palpable de tu presencia. A los millones de momentos que nunca perecerán mientras yo siga con vida, a aquellos que traspasaré a otras personas en los momentos adecuados para que nunca desaparezcan, a cada vez que mencione tu nombre con el más grande de los orgullos. A nuestros paseos por escalona, a mi vida de niño contigo en el barrio, a nuestras comidas en casa de la abuela (no olvides decirle cuánto la echo de menos, y la quiero), a nuestras sesiones de cine, a nuestros mediodías jugando al cifras y letras, a nuestras visitas a los tíos… y a todo, en definitiva, que no olvido, que es nada. Nada.
No quiero convertir este comentario en algo interminable, así que volveré a ponerme pedante y decir una vez más a modo de conclusión todo lo que ya vengo diciendo hace unas líneas:
Duele. Duele mucho no tenerte aquí. Te quiero,
te echo TANTO de menos y te extraño de tal modo que me tiembla la mano y se me encoge el corazón, y lloro mientras lo escribo. Eres mi padre, Antonio, una de las personas más
extraordinarias que he conocido a lo largo de mi existencia, y nunca conoceré a nadie como tú. Estoy feliz de haber compartido mi vida contigo, algo que seguiré haciendo sean diez, treinta o cincuenta los años que me resten a mi. Te doy las gracias por darme la vida,
por ser tu hijo, por ser (afortunadamente) como tú y que todos me lo recuerden constantemente para mi alegría y regocijo. Cada hora que ha pasado desde que no puedo tocarte, he deseado volver a verte. Te he necesitado mucho. Solo espero que, al menos un poco, tú te sientas orgulloso de aquello en lo que me he convertido. Ya no soy un adolescente, sino un adulto, y he procurado convertirme en lo mejor que he podido para que puedas tú también sentir orgullo por tu único hijo. No sé si lo he conseguido, pero sí sé que me he esforzado todo lo que he podido.
Siempre estarás vivo en mi corazón palpitante.
Diez años. No lo puedo creer…
Te quiero con toda mi alma,
papá.
Y te dedico esta canción, que de algún modo me hace pensar mucho en ti.
Hasta nuestro próximo encuentro.